El Tribunal Electoral ha brindado un espectáculo digno de las carpas del Panzón Soto y sus sátiras políticas de hace casi un siglo. Con el pecado original de la turbia extensión del nombramiento de cuatro de sus integrantes, inconstitucional a pesar de haber sido avalado por la Suprema Corte, una y otra vez las decisiones de la actual Sala Superior han reflejado intromisiones de los partidos políticos y de los gobiernos –el anterior y el actual– y con frecuencia ha sido instrumento para golpear al Instituto Nacional Electoral.

Malavenidos, los magistrados han ventilado con frecuencia sus rencillas en público y no es la primera vez que se construye una coalición interna para destituir a su presidente, pues ya había ocurrido con la remoción de la Magistrada Janine Otálora para encumbrar a José Luis Vargas, quien ha recibido una sopa de su propio chocolate con su reciente defenestración.

Vargas ha dado muestras reiteradas de ser un prevaricador. Una y otra vez, tanto sus proyectos de sentencia como sus votos indican injusticia a sabiendas, como si su independencia como juzgador estuviera comprometida por una larga cola pisada. Los indicios de una fortuna mal habida parecen pesar sobre su cabeza como una espada de Damocles que lo mantiene sometido y lo convierte en un juez chantajeado por el poder político. Él arguye una campaña de desprestigio en su contra, pero el hecho es que su riqueza de dudosa procedencia está siendo investigada por la autoridad. Como sea, su presencia en un tribunal de constitucionalidad debilita la legitimidad de los fallos y afecta al conjunto del órgano colegiado.

Sin embargo, su destitución y la crisis abierta con ella no contribuye en nada al fortalecimiento necesario de la institucionalidad electoral, una y otra vez denostada por el Presidente de la República. Con su actuar, los cinco magistrados coludidos en la destitución de Vargas y el efímero nombramiento de Reyes Rodríguez nutrieron la narrativa presidencial y le abrieron boquetes, de manera innecesaria, al sistema electoral y al Poder Judicial. La destitución de Vargas era innecesaria, pues los magistrados conjurados ya contaban con la mayoría para neutralizarlo, pero dieron un golpe de efecto oportunista que acabó por revertírseles.

Fuente: Sin Embargo