El jueves pasado, el Instituto Aspen en México, dirigido por el doctor Juan Ramón de la Fuente, convocó a un grupo de académicos y al consejero presidente del INE a una mesa de discusión con el título “Del IFE al INE: ¿avance o retroceso?”

La pregunta se antojaba provocadora, pues pretendía condensar las interrogantes sobre los alcances y consecuencias de la reforma político-electoral de este año que significó una transformación radical del modelo de organización de las elecciones que había estado vigente durante los últimos 60 años.

En efecto, el tradicional sistema federal electoral fue reemplazado por uno nacional, con objeto de contar con normas y procedimientos homogéneos para todo el país y con una autoridad nacional rectora, evitando la injerencia de los gobernadores en los comicios locales, que es un viejo reclamo de los partidos que hoy están en la oposición.

Sin embargo, al final y debido en buena medida a las presiones de los poderes locales, la estructura electoral resultó en un híbrido que si bien trastoca el federalismo, no alcanza a ser centralista, porque mantiene ambas estructuras, la federal y la local. Aunque esta última dejó de ser autónoma para quedar bajo la tutela del INE, se trata de un entramado de competencias cruzadas e imprecisas.

Este entrelazamiento hace muy complicada la operación electoral, particularmente en 2015 en que a la elección federal se sumarán 18 elecciones locales concurrentes. Para el INE, esto supone una sobrecarga de tareas y responsabilidades que lo obligan a crecer en estructura, a la par que a orquestar una coordinación fluida con los órganos locales.

Sin duda, lo más problemático del modelo organizativo es que las competencias de los órganos locales no están establecidas con claridad, pues el INE puede asumir total o parcialmente sus actividades si así se lo solicitan, o atraer a su conocimiento y en cualquier momento parte de la organización electoral local, si así lo resuelven 8 de los 11 consejeros electorales. Es decir, la determinación de quién desarrolla qué funciones dependerá de una decisión política, no de facultades previamente establecidas, que es lo que da certeza.

La complejidad de la estructura se palpa claramente en el nombramiento de los consejeros locales que asumió el INE, justo para dejar fuera a gobernadores. Para ello, el INE diseñó una suerte de concurso de oposición, con apoyos profesionales externos, privilegiando la imparcialidad en el procedimiento. Fue un buen esquema, pero, si bien los consejeros locales seguirán las directrices del INE, no son parte de su estructura, sino de la estatal, de la que dependen presupuestalmente. Esto abre la vía para que los poderes locales incidan, recortando o retrasando la entrega de recursos indispensable para su adecuada operación.

No cabe duda que el mayor desafío para la certeza de las elecciones deriva de las nuevas causales de nulidad de una elección federal o local, lo cual abre incentivos para impugnar los resultados y abonar al conflicto. Estas nuevas causales: 1) rebasar el tope de gastos de campaña en más de 5%, 2) utilizar recursos ilícitos y 3) adquirir tiempos en radio y televisión, sólo pueden configurarse a partir de una fiscalización precisa, que deberá concluirse 45 días después de la elección. Es decir, habrá de hacerse a la par que la organización de los comicios, dificultando el trabajo tanto para la autoridad electoral, como para los propios partidos.

La sobrecarga está clara, pues el INE pasará de revisar 6 mil informes de campaña a revisar 75 mil y de ello depende que se despejen todas las dudas en la calificación electoral. Está claro que el reto de lograr certeza y confianza es proporcional a las modificaciones que se hicieron a nuestro sistema electoral.

Fuente: El Universal