Las fuerzas políticas parecen estar dispuestas, finalmente, a medirse el pulso con los poderes fácticos (o, al menos, a hacerlo de forma sistemática y desde la vía legislativa). Apenas en octubre y noviembre pasados se discutió la reforma laboral; parte de su contenido planteó políticas de transparencia y rendición de cuentas para uno de los emblemas de la corrupción en México: los sindicatos. En materia legislativa, origen no es destino, por lo que si bien la intentona avanzó con éxito en el Senado, no tuvo la misma suerte en la Cámara de Diputados. Ahí, un compacto bloque se aferró a la opacidad sindical y finalmente logró hacer valer sus intereses.
La llamada reforma educativa –recién promulgada– tiene entre sus elementos más destacados un nuevo arreglo institucional que afecta considerablemente el ignomioso poder acumulado por el sindicato de trabajadores de la educación. Aunque parezca provocación, el acierto de la reforma es la recuperación de algo básico: la rectoria del Estado en la política educativa. Sin embargo, después de presentada hubo expectativas por conocer la reacción y el músculo opositor del Panal, el cuerpo político y de interés del magisterio que tomó forma de partido político, y sus aliados. Aquí, aparentemente, el pataleo fue realmente menor.
El Senado envió el pasado diciembre una minuta a la Cámara de Diputados con importantes reformas en materia de transparencia y acceso a la información. La propuesta de nuevo texto constitucional podría ayudar a resolver la debilidad –totalmente a modo– de algunos de los órganos garantes estatales, romper la dinámica opaca de los órganos legislativos y destruir secretos anquilosados, entre otros beneficios. La reforma también vuelve a la carga en materia de transparencia sindical y sobre la gestión de fideicomisos. En este caso, el trámite en la Cámara de Diputados parece atorado (entre otras razones, por incentivos para la cooptación del órgano por la vía de las designaciones de sus integrantes), pero aún no sabemos el alcance de las resistencias.
En la misma tendencia de republicanismo elemental se inscriben las iniciativas relacionadas con la contratacion de deuda pública para estados y municipios. Se trata de controles de transparencia y autorización, aunque blandos, para gobernadores, alcaldes y otros actores que en las últimas dos décadas han manejado billones de pesos, actuando con absoluta discrecionalidad, idéntica irresponsabilidad y a espaldas de la sociedad. Después de los casos Granier, Moreira, Sabines o Añorve, este sector parece no tener elementos para oponer resistencia.
Pero todo parece indicar que la madre de todas las batallas contra los poderes fácticos (no criminales) iniciará en estos días. Tal como ha trascendido en diversos medios impresos y electrónicos, hoy mismo se hará público el contenido de la reforma en telecomunicaciones. En México, la concentración de poder económico y político por parte de algunas empresas de telecomunicación es prácticamente de escándalo. Los daños y las consecuencias de los monopolios y oligopolios en el sector son realmente serios, así que esperemos que la reforma también lo sea. Si lo es, podemos anticipar desde ya que vendrán múltiples reacciones por parte de todos los intereses afectados. Las presiones serán de todo tipo. Serán sutiles, expresas, jurídicas, políticas, legislativas (telebancada y demás), simbólicas, reales y un larguísimo etcétera.
En juego están los derechos de millones de consumidores que han sido sistematica e impunemente violados. En televisión abierta, de paga, en telefonía fija o móvil, da igual el sector, en nuestro país la provisión del servicio público nació con la condición de monopolio. La única excepción no ayuda, en radiodifusión la regla ha sido el oligopolio.
Estamos frente a la oportunidad de revertir un hecho tan absurdo como irrefutable: en comunicación, vivimos a merced de los caprichos de dominantes actores empresariales. Desde muchos enfoques (y siempre que se tome en serio la democracia) lo que vivimos es inaceptable. La escasa pluralidad de contenidos (llevada al extremo del determinismo cultural), el poder político electoral de las televisoras, el control privado sobre el espectro radioeléctrico (un bien de dominio de la nación), la ausencia de competencia y la existencia figurada de medios públicos, el cobro por el acceso a servicios gratuitos como la televisión abierta, todo, es contrario al interés público.
Más allá de los motivos o móviles presidenciales de la reforma en telecomunicaciones (asunto en absoluto menor y que merece su propio análisis), es momento de saber si los partidos políticos y sus grupos parlamentarios son capaces de resistir los embates de los poderes fácticos. Cierto, la telebancada no es el Panal, la CIRT no es el Congreso del Trabajo, la dupla Televisa-Azteca es muy superior a la formada por cualquiera entre gobernadores, y el dominio de Telmex-Telcel no guarda ningún parangón con el poder del SNTE. Sin embargo, el país se merece –más que el pulso con los poderes fácticos– su sometimiento al interés general.
Para más información: http://masparaver.org.mx/
Publicado en Sin Embargo