En el último libro de viajes a varios lugares remotos del planeta, mejor conocido como “Los viajes de Gulliver”, Jonathan Swift narra la estancia del Capitán Lemuel Gulliver en el país de los Houyhnhnms. Aquí viven y gobiernan una especie de nobles caballos dotados de sabiduría en cuya sociedad no existe la mentira, las controversias, las pendencias, las disputas o la terquedad. La principal máxima es cultivar la razón y dejarse gobernar enteramente por ella. Por esas y otras virtudes, este mundo utópico fue descrito como el país de la integridad.
Pasarán varias generaciones antes de que los gobernantes mexicanos se acerquen al mundo imaginado por Swift, sin embargo, la aprobación en el Senado del Sistema Nacional Anticorrupción es el principio de una ruta que puede transformar la forma en la que se ejerce el poder en México.
El SNA atiende al reclamo general de poner un alto a quienes de manera sistemática han hecho de la política un negocio familiar, a quienes no distinguen entre bien público y privado y a quienes han encontrado la fórmula para ganar licitaciones chuecas, crecer sus negocios y multiplicar sus cuentas bancarias pidiendo favores a cambio de servicios caros y deficientes. Todo esto frente a los ojos de una sociedad dolida por la desigualdad de oportunidades y la impunidad.
La propuesta de modificar el andamiaje normativo e institucional para combatir de fondo el complejo problema de la corrupción no es ocurrencia de un partido, ni busca favorecer a nadie previo a la jornada electoral que viene. Esta proviene de varios años de discusión y consenso entre instituciones sociales, académicas y públicas. La paternidad no es única, sino compartida. Por ello, se sabe de los alcances y retos que esta reforma puede traer.
Sin duda faltan etapas esenciales para que este sistema quede armado y cumpla con los fines para los cuales fue creado. Para empezar, falta concluir con la ruta normativa del mismo. La aprobación de la reforma constitucional en las entidades federativas será una auténtica prueba de fuego: los congresos estatales de gobiernos que ahora serán fiscalizados con mayor oportunidad habrán de decir con su voto si están o no a favor de la integridad. Las leyes secundarias –que lograrán una tipificación de casos de corrupción y crearán un nuevo sistema de responsabilidades –tendrán que contar con las herramientas para prevenir de manera oportuna casos de corrupción y para dar cauce a casos como el conflicto de intereses, el enriquecimiento ilícito o el soborno probado. En segundo lugar, se requiere “blindar” de credibilidad al Sistema nacional Anticorrupción. Dado que se optó por diseñar el sistema con las instituciones ya existentes –pero mejoradas- habrá de dotarlo de recursos humanos, técnicos y financieros que garanticen profesionalismo, objetividad, compromiso, autonomía de los partidos políticos e imparcialidad en su actuación. No habría nada más desafortunado que un nuevo diseño institucional con graves fallas de origen. Finalmente, el sistema debe de dar resultados. No se trata de caer en medidas espectaculares ni de iniciar una cacería de brujas, sino de demostrar con hechos que se puede prevenir, corregir y sancionar casos de corrupción.
Quienes llegaron tarde al debate, se empeñan en repetir que esto no servirá de nada y que mientras exista el fuero presidencial todo cambio es epidérmico. Y sin embargo, mayores controles internos y externos en el actuar público, mejores vías de comunicación y coordinación entre instancias, mayores posibilidades de supervisión y vigilancia social en los tres poderes públicos y niveles de gobierno abren la puerta a una cultura de rendición de cuentas que aún no tenemos.