El federalismo mexicano enfrenta, como sugeríamos en la entrega anterior, desafíos formidables. Lejos de ser un arreglo que facilita una distribución clara de competencias, el (des) arreglo federal complica y dificulta el quehacer gubernamental. Una dimensión particularmente delicada es aquella relacionada con los dineros, es decir, la recaudación, la asignación, el ejercicio y el control de los recursos públicos, lo que la literatura especializada llama “federalismo fiscal”. En efecto, pocas cosas hacen tan complejo nuestro federalismo como el arreglo fiscal que lo sustenta. En principio, la lógica de recaudación pareciera simple: la coordinación fiscal deja en manos de la Federación la recaudación de la mayor parte de los impuestos, unos pocos (nómina y turismo) en manos de los estados y el predial para los municipios. Las sumas recaudadas por la Federación se transfieren a los estados, ya sea como participaciones (para que los poderes legislativos locales decidan su destino en el presupuesto anual) o como aportaciones (es decir, recursos para financiar servicios, obras o una política determinada en la que existen facultades concurrentes). Estas decisiones —la recaudación centralizada y el gasto descentralizado— han generado una de las distribuciones más distorsionadas en los sistemas federales: seis de cada 10 pesos son ejercidos por los gobiernos locales, como ha explicado el Dr. Fausto Hernández (https://bit.ly/2L3DemO). La consecuencia de esta distorsión es significativa. En primer lugar, los gobernadores y los presidentes municipales no “pagan” el costo político de los impuestos. Sin embargo, reciben muchos recursos por cuya recaudación no son responsables y por los que no son llamados a cuentas por los electores. Basta recordar la prisa con que los gobiernos estatales desmontaron el impuesto a la tenencia cuando dejo de ser federal. O la bajísima recaudación en materia predial en la gran mayoría de los municipios. Otro problema es la irresponsabilidad de las legislaturas estatales. En cualquier sistema de división de poderes, las legislaturas establecen los impuestos y deciden su uso en los presupuestos. Por ello, las legislaturas tendrían incentivos a ser cuidadosos con los recursos públicos, a buscar que su ejercicio garantice buenos resultados y a vigilar puntillosamente que se apliquen correctamente. En lugar de ello, los distribuyen alegremente a placer del gobernador, previa negociación en la que “todos ganan”. No fiscalizan su uso (al final de día son “recursos federales”), y aprueban con suma facilidad la cuenta pública. Y, además, han sido cómplices en el sobreendeudamiento subnacional. Por su parte, los ejecutivos locales enfrentan una situación paradójica. Por un lado, tienen pocos controles locales pero, por otro, encuentran severas restricciones en el uso de los recursos que provienen de la Federación y cuyas reglas de operación son diseñadas sin considerar las condiciones locales. Además, frecuentemente tienen que gestionar ante la SHCP recursos adicionales que se les otorgan discrecionalmente, pues no existen reglas claras de asignación (como el ramo 23). El caso del gobernador Corral es paradigmático. Ante este escenario, en lugar de corregir los procesos de asignación y recaudación, los esfuerzos para corregir el mal uso de los recursos se han concentrado en el “control”: la contabilidad gubernamental, la fiscalización, la evaluación, la transparencia y hasta la corrupción. Hemos creado sendos “sistemas nacionales” en cada una de estas materias que han intentando, sin lograrlo, resolver un problema cuyo origen no está en los mecanismos ex post. En otras palabras, llevamos varios años queriendo arreglar nuestro federalismo fiscal solo modificando los mecanismos de fiscalización y transparencia, sin tocar el problema de la recaudación y el destino. Replantear el “federalismo fiscal” es solo una de las piezas necesarias para construir un federalismo eficaz, pero requiere modificar equilibrios a los que los actores políticos se han ajustado ya, pese a su clara disfuncionalidad: la Federación no quiere ceder controles y los estados no quieren asumir más responsabilidades.
Fuente: Milenio