Durante las campañas, las promesas de los candidatos fluyen con facilidad. Dirán algunos que de eso se trata, ofrecer acciones que atraigan votos. El problema es que pocas veces se dice cómo. Por ello, cuando la elección concluya y las promesas deban convertirse en políticas y programas, los candidatos enfrentarán el enorme arrecife que es la arquitectura federal del Estado. Contra esa barrera se han estrellado y con frecuencia naufragado las políticas para garantizar salud, educación, igualdad, seguridad o justicia. Hablar del federalismo es hacer visible al elefante presente en todas las mesas de debate, sin que nadie se atreva sin embargo a enfrentarlo. ¡Por algo será!

Es cierto que el federalismo es un problema secular de la nación. Hoy ya no se debate su pertinencia como decisión política fundamental. Más importante, México seguirá siendo federal también por necesidad práctica: todas las democracias con territorios extensos y población amplia son federales.

Cualquier sistema federal supone una distribución de competencias entre diferentes niveles de gobierno. La lógica es dejar al nivel más amplio (el federal) algunas de las responsabilidades que requieren mayor nivel de acción (por ejemplo, la emisión de moneda, las relaciones diplomáticas, algunos impuestos) y dejar a los gobiernos locales (estatales o municipales) otras que en teoría permiten una mejor acción anclada en las especificidades de cada parte del territorio.

A lo largo del siglo XX y las dos décadas del presente hemos multiplicado las reformas al diseño federal en medio de varias tendencias generales. La primera y más evidente es la ampliación de las facultades de la Federación, que se refleja mayormente en las modificaciones al artículo 73. La segunda dinámica es la creación constitucional, a finales del siglo XX, del municipio como una entidad política a parte entera, con facultades competenciales constitucionales exclusivas (en detrimento de aquellas de los estados).

El tercer movimiento, el más complejo, es el de las llamadas genéricamente facultades concurrentes o coexistentes, es decir, materias en las que se permite que el legislador ordinario distribuya las competencias entre los diferentes órdenes de gobierno a través de las llamadas leyes generales. Esta condición ha tenido recientemente una evolución posterior, y es la expedición de leyes generales que constituyen en realidad minuciosas leyes reglamentarias que reducen a su mínima expresión las facultades normativas de las legislaturas de las entidades federativas (por ejemplo la Ley General de Transparencia). Aún más lejos, reformas constitucionales recientes han otorgado nuevas (e inéditas) facultades al Congreso para emitir leyes cuyo ámbito de aplicación alcanza todo el territorio nacional, aunque su aplicación corresponda a las autoridades locales (es el caso, por ejemplo, del Código Nacional de Procedimientos Penales).

Tenemos así un federalismo de muchas caras en el que cada materia crea sus propias reglas de distribución competencial que, por cierto (y debe subrayarse), no pueden entenderse cabalmente sin recurrir a la interpretación que la Suprema Corte de Justicia ha hecho de ellas. Por ello resulta muy difícil establecer con claridad “qué” le corresponde a “quién” en este país, y cuando es posible decirlo para una materia específica, es imposible generalizar para las demás. ¿Nos sorprende que al final del día todos digan que es responsabilidad de otro nivel de gobierno y que nadie se haga cargo de rendir cuentas?

Hasta ahora no se ha deliberado franca y explícitamente sobre el tipo de federalismo que los distintos actores políticos estarían dispuestos a construir. Tenemos dificultades para definir ámbitos precisos de responsabilidad, decisión y actuación para incrementar la capacidad de gestión efectiva de todos los gobiernos, y para generar espacios de cooperación eficaz entre ellos. La redefinición del federalismo supone una deliberación y un acuerdo político de gran calado sobre quién es responsable de hacer qué con qué instrumentos y recursos específicos. Sobre este tema continuaremos.

*Director e investigador del CIDE
**Investigador del CIDE

Fuente: Milenio