En este artículo proseguimos con nuestra reflexión sobre el arreglo federal en México. Examinaremos uno de sus eslabones más importantes y complejos: el municipio. La historia de esta institución es larga y accidentada. Dos reformas constitucionales relativamente recientes (1983 y 1999) transforman al municipio en la base de la división territorial y de la organización política y administrativa del país. La constitución otorgó al municipio el estatus de una entidad política autónoma, competencias constitucionales exclusivas, facultades reglamentarias propias y la capacidad de recaudar y utilizar el impuesto predial (que por cierto se hace muy mal). Además, se prohíbe de manera expresa la existencia de autoridades intermedias entre el municipio y el gobierno del estado. Todo lo anterior parece tener sentido en la lógica federal. El arreglo constitucional reconoce la extensión territorial del país y crea unidades administrativas y políticas a las que confía la prestación de servicios básicos y empodera a los ciudadanos para elegir directamente a los ayuntamientos, responsables del gobierno local. Pero, al mismo tiempo, se crea una ficción —propia de la lógica jurídica— que asume que todos y cada uno de los más de 2 mil 400 municipios del país son iguales y capaces de desplegar las mismas acciones. Una somera revisión de la legislación (leyes generales, federales y estatales) permite identificar que, además de sus facultades constitucionales propias, los municipios tienen obligaciones específicas en materia de transparencia y acceso a la información, datos personales, archivos, contabilidad gubernamental, información presupuestal, política ambiental, manejo de residuos sólidos urbanos, seguridad pública, servicios educativos, cambio climático, derechos lingüísticos de los pueblos indígenas, derechos de niñas, niños y adolescentes, atención a víctimas, mejora regulatoria, protección civil, inclusión de personas con discapacidad, trata de personas y desaparición forzada de personas. Entre otras muchas… De esta manera, las leyes asumen que todos y cada uno de los municipios deben y pueden cumplir con ese cúmulo de obligaciones. Esta hipótesis se estrella contra una dura realidad. Las capacidades administrativas, los desafíos de implementación en su territorio y las características de los problemas públicos que enfrentan los municipios varían considerablemente. Baste un simple ejemplo: incluso en un mismo estado (Jalisco), ese conjunto de obligaciones aplica por igual a un municipio pequeño (en territorio y población) como Techaluta de Montenegro (de 52 km cuadrados, con 3 mil 511 habitantes y apenas 97 empleados públicos); a otro de gran territorio como Mezquitic (3 mil 151 km cuadrados, más de 18 mil habitantes y 333 empleados); y también a un ayuntamiento urbano, como Guadalajara, que gobierna casi un millón y medio de habitantes, y tiene más de 15 mil empleados, pero que resulta pequeño frente a la realidad de una zona metropolitana con problemas cuya solución rebasa las jurisdicciones administrativas de los ayuntamientos que la componen. Así, el diagnóstico más superficial del diseño municipal demuestra que está gravemente deformado: supone capacidades inexistentes e ignora la heterogeneidad. Dos remedios se antojan indispensables. El primero, reconocer expresamente las asimetrías existentes y establecer criterios diferenciados y graduales en el diseño normativo, administrativo y presupuestal. En segundo lugar, hay que admitir que las ciudades (constituidas por uno o varios municipios conurbados), donde hoy vive 78% de los mexicanos, se están convirtiendo en los polos de desarrollo más relevantes para el futuro. Por ello, su administración mediante mecanismos suaves de coordinación voluntaria y temporal entre los municipios que las integran son receta segura para el fracaso. Tendríamos que crear —a contrapelo de lo que propone la reciente Constitución de Ciudad de México— instancias de gobierno adecuadas para las ciudades, que necesariamente implican autoridades metropolitanas. Si no hacemos esto, ningún remedio caminará lejos.
Fuente: Milenio