En su conjunto, la integración del consejo general del nuevo órgano electoral nacional —cuyas obligaciones y tareas específicas están todavía dentro de la cocina— no sólo me parece plausible sino esperanzadora. Al mismo tiempo, sin embargo, tengo para mí que los escarceos de último minuto en la conformación de ese grupo y la insistente marca partidaria con el que la Cámara de Diputados quiso sellar a cada uno de ellos, dejó un saldo tan inútil como imprudente. Es un fardo que han dejado caer sobre los hombros del nuevo consejo del INE y que, en el mejor de los casos, les tomará mucho tiempo y un gran esfuerzo quitarse de encima.

No hacía falta manchar con las siglas de los partidos una integración que se había procesado con éxito y que habría sido satisfactoria de todos modos. Por ganar unos cuantos metros en las negociaciones finales, los dirigentes de los partidos le han dejado al nuevo INE la doble tarea de afrontar sus responsabilidades inéditas con una duda fundada sobre la imparcialidad de sus integrantes y, al mismo tiempo, de lavar con su desempeño individual las huellas de sus simpatías partidarias. Los partidos estuvieron a una brazada de alcanzar el consenso y de respaldar con generosidad a todos y cada uno de los consejeros, pero prefirieron ahogarse en la obstinación de guardar equilibrios mediante fidelidades que, a la postre, tendrán que ser traicionadas —la “obligada ingratitud” le llamó Jacqueline Peschard en estas mismas páginas—, para que el INE honre la democracia y se salve a sí mismo.

No hacía falta, porque en el grupo hay una generación muy valiosa de individuos formada en los asuntos electorales y/o en la defensa activa de los derechos humanos, que finalmente llega a los sitios de mayor responsabilidad en esa materia. No son los mismos de siempre; quiero decir: los de la vieja clase política, aunque varios ya se hayan sentado en la famosa herradura de la democracia. Es el caso, por ejemplo, del Consejero Presidente Lorenzo Córdova, formado en la escuela de José Woldenberg, pero dueño también de una trayectoria propia que le otorgó todos los méritos para ocupar ese cargo. No era necesario tampoco “resellar” a los consejeros que venían de la última etapa del IFE y que, especialmente después de la reforma política, tuvieron un desempeño individual y colectivo que se ganó el respeto sincero de propios y extraños. En ese grupo estaba María Marván, cuya salida no puede explicarse en términos democráticos y que no sólo deja una sombra en la mesa donde ya no estará, sino que hiere también a quien ocupará su lugar.

No son jóvenes ni mucho menos nuevos en las tareas que habrán de enfrentar. Todos cargan consigo una amplia experiencia en los temas electorales y la mayoría conoció al IFE por dentro —en algunos casos desde su origen, como Marco Baños— y saben muy bien el tipo de desafíos con los que tendrán que lidiar. Conocen bien los pasillos de los consejos locales, los rincones de las oficinas que ahora ocupan, las presiones que ejercen los representantes de los partidos y los precedentes jurídicos establecidos por el Poder Judicial. En ellos no cabe un rasgo de ingenuidad.

Ninguno ignora, en consecuencia, que el peor error que podrían cometer, tanto individual como colectivamente, sería seguir el juego de los partidos que los encaminaron hacia las sillas que ocupan. Creado para oponerse a los sesgos políticos que se han producido por la captura de los institutos electorales locales, no habría mayor despropósito que auspiciar esa misma conducta desde la dirección colegiada del INE. Tras las designaciones, en efecto, las y los nuevos consejeros electorales están obligados a negar a sus promotores. A negarlos en público y en privado, para restaurar la dignidad democrática de los procesos electorales en todo el país.

Fuente: El Universal