De momento, acumulamos más información sobre lo que el gobierno mexicano cree que ocurrirá en el futuro, que sobre las cosas que realmente están pasando. La lógica invertida en la que nos hemos enredado se deriva del sistema nacional de planeación democrática, mezclado con el sistema de evaluación que administra la Secretaría de Hacienda y del que se desprenden, a su vez, el presupuesto basado en resultados y los indicadores de desempeño de buena parte de los programas federales. Ofrezco una disculpa a los lectores si, al terminar apenas este párrafo, ya perdieron el aliento. Pero así de barroca se ha vuelto la gestión cotidiana del gobierno.

La idea de poner indicadores estratégicos, de gestión y desempeño a los programas gubernamentales no es mala en absoluto. El problema es la multiplicación más o menos caprichosa de esa nueva forma de justificar el gasto público, que se ha reproducido como mala hierba. Aunque el gobierno se ha esforzado por mantener cierta congruencia entre todos los indicadores de éxito que se presentan en los planes, los programas y los presupuestos, a partir de la metáfora del tronco asentado en las raíces del Plan Nacional de Desarrollo, del que derivan ramas programáticas por cada una de las prioridades señaladas en ese documento y luego, por así decir, “hojitas” que van naciendo de los presupuestos aprobados, lo cierto es que el conjunto resulta tan confuso como abigarrado. Para seguir con la metáfora, lo que se aprecia no es un roble, sino un sauce llorón.

Las hojas de los indicadores añadidos en cada “matriz de indicadores para resultados” acaban tapando el tronco principal y, a la vez, confundiéndose entre ellas. Y como todas las dependencias están obligadas a reproducir esta nueva forma de justificar el dinero que se les otorga, pese a que no hay ninguna garantía de que se coordinen entre ellas, los indicadores se entrelazan y se contradicen. Así, varios de los indicadores “estratégicos” de los programas principales acaban literalmente tapados por el sistema de indicadores para resultados exigidos a los presupuestos —aunque algunas de las ramas, a pesar de todo, sigan secas—. De modo que el resultado es un galimatías de ocurrencias desarticuladas que solamente la Secretaría de Hacienda dice comprender con claridad. Cosa natural, pues es esta dependencia la que ejerce el control de todas las ramas y las hojas que se nutren del dinero público.

El caos que se ha venido generando con esa multiplicación de ocurrencias convertidas en indicadores de toda índole, dice estar basado en la corriente de la Nueva Gestión Pública. Según Hacienda: “La propuesta de este modelo implica hacer un redimensionamiento del Estado, poniendo énfasis en la eficiencia, eficacia y productividad a través de la utilización de herramientas metodológicas propias de la gestión privada en el ámbito de las organizaciones públicas. Esto implica la racionalización de estructuras y procedimientos, el mejoramiento de los procesos de toma de decisiones e incrementar la productividad y la eficiencia de los servicios que el Estado ofrece a los ciudadanos” (ABC del PbR-SED —sic—, en Transparencia Presupuestaria).

Aun haciendo caso omiso de la repetitiva redacción del párrafo citado y del tufillo ideológico de “la gestión privada en el ámbito de las organizaciones públicas”, el resultado de esta “racionalización” de indicadores está mucho más cerca de Kafka que de Google. Me recuerda, en todo caso, a Lewis Carroll: “¡Ay, ay, ay —gritaba la reina, sacudiéndose la mano— ¡Me está sangrando el dedo! ¿Qué es lo que pasa? —dijo Alicia— ¿Se ha pinchado el dedo? Aún no —dijo la Reina—, pero me lo voy a pinchar de un momento a otro…” (A través del espejo). Porque aquí, como en el mundo onírico de Alicia, las cosas también ocurren al revés.

 Fuente: El Universal