En febrero pasado, el ejército pretendió haber tomado el control de la seguridad de Aguililla, Michoacán, un pueblo que se ha convertido en un centro de operaciones del llamado Cartel Jalisco Nueva Generación. Unas semanas más tarde, el 10 de marzo, con todo y una ingente presencia militar, el alcalde de la localidad y uno de sus asesores fueron asesinados por sicarios de la organización criminal.
Este no es sino uno más de los episodios que viven cotidianamente regiones enteras del país, donde la violencia se ha vuelto epidémica, con todo y la enorme presencia militar y de la irrupción de la Guardia Nacional, supuesto pilar de la estrategia de este gobierno en el combate a la delincuencia organizada, integrada en su mayoría por soldados y marinos con distinto uniforme, dirigida por mandos militares y sujeta a disciplina militar, en contra del mandato constitucional que la creó como un cuerpo de seguridad civil.
Desde hace quince años, el ejército y la marina han sido la base de los intentos estatales por contener la inseguridad y la violencia que carcomen la convivencia y obstaculizan el desempeño económico de muchas zonas del país. El resultado a sido un fracaso patente, pero los sucesivos gobiernos, en lugar de corregir el rumbo han insistido y profundizado en la política fallida, en un ejemplo patético de dependencia de la trayectoria que impide el cambio de rumbo a pesar de que son conocidas las opciones de cambio y de que existe suficiente sustento para argumentar a favor del abandono de la vía militar y la construcción de una vía civil de seguridad ciudadana.
Cuando en 2006, a principio de su gobierno, el Presidente Felipe Calderón decidió la movilización generalizada de las fuerzas armadas para enfrentar a las organizaciones de narcotraficantes que asolaban territorios con un uso creciente de la violencia, la justificación del gobierno fue que distintas regiones del país vivían situaciones de excepcionalidad que exigían un despliegue permanente de la capacidad militar del Estado.
Aunque existían precedentes del uso del ejército en tareas de erradicación de plantíos o de persecución de grupos vinculados al mercado clandestino de drogas, los operativos anteriores solían tener objetivos específicos y plazos acotados. En cambio, la estrategia plasmada en el Plan Nacional de Desarrollo 2007-2012, estableció́ operativos permanentes de las fuerzas armadas y, sin un diagnostico claro sobre la gravedad de la violencia, la militarización apareció́ como una solución a los problemas de inseguridad en el país.
Las motivaciones de Calderón mostraron pronto su carácter político y su falta de sustento en una evaluación técnica de los efectos que la movilización militar podría tener. Debido a su llegada a la Presidencia en medio de fuertes protestas por el supuesto fraude electoral que le había concedido un apretado triunfo, el nuevo Presidente creyó necesitar un golpe de fuerza y estaba ansioso por mostrar resultados en el combate a la inseguridad, que aparecía como la principal preocupación de su electorado. También buscaba congraciarse con el gobierno republicano de George W. Bush en Estados Unidos, para lograr un fuerte apoyo económico que contribuyera a su legitimación.
La movilización de la milicia en tareas de seguridad se enfrentaba a un serio problema de inconstitucionalidad, parcialmente resuelto por un fallo de la Suprema Corte de Justicia de los tiempos del gobierno de Ernesto Zedillo que había resuelto que el articulo 129 de la Constitución, que prohíbe la participación del ejército y la armada en tiempo de paz, no limitaba su participación en auxilio de fuerzas civiles de seguridad pública, siempre y cuando fuera bajo una solicitud expresa de las autoridades civiles. A partir de entonces, los militares no han dejado de presionar para legalizar una actuación evidentemente violatoria de la Constitución y los gobiernos han hecho malabares jurídicos para justificarlas.
Lo paradójico fue que, a pesar de la creciente presencia de grupos violentos en el mercado clandestino de las drogas, 2007 fue el año menos violento de toda la historia de México, desde 1821, con ocho homicidios por cada cien mil habitantes, después de un largo período, comenzado en 1940, de disminución constante de la violencia. La presencia de las fuerzas armadas no solo no mantuvo la tasa de homicidios en esos bajos niveles, sino que la detonó hasta alcanzar en 2011 24 homicidios por cada cien mil habitantes. A partir de entonces, con altibajos, la tendencia ha ido al alza y hoy está arriba de 29 por cada cien mil, un nivel desconocido en México desde mediados del siglo pasado.
A pesar de su fracaso, tanto el gobierno de Enrique Peña Nieto como el de López Obrador han insistido en mantener la estrategia militarista. Las pruebas acumuladas de que las fuerzas armadas no están capacitadas ni diseñadas para trabajar en tareas de seguridad pública y que su presencia está asociada no solo al aumento de la violencia homicida sino a violaciones generalizadas de los derechos humanos, no han sido suficientes para cambiar el rumbo.
López Obrador ha avanzado como ninguno de sus predecesores en el proceso de militarización ya no solo de la seguridad, sino de amplias franjas de la gestión estatal, lo que hace cada vez más dependiente al Estado mexicano de las fuerzas armadas. Calderón, en su momento, consideró demasiado costoso invertir donde se tenía que hacer para garantizar un país seguro bajo el imperio de la ley: en desarrollo del sistema judicial, en la autonomía de las fiscalías y en la creación de cuerpos de policía con capacidades técnicas y arraigo social. El actual Presidente también ha renunciado al fortalecimiento del servicio público civil en muchas otras áreas. La perspectiva de fracaso es clara.
La alternativa está a la mano, como lo muestra el conocimiento experto acumulado. Un estupendo ejemplo es la Guía para debatir a favor de la seguridad ciudadana y la vía civil, recientemente publicada por México Unido Contra la Delincuencia, un estudio bien documentado del fracaso palmario de los militares y la necesidad de construir capacidades civiles para garantizar la seguridad y la justicia. Sin embargo, este gobierno ha decidido insistir en una apuesta perdida, mientras las fuerzas castrenses siguen empeñadas en convencer a la sociedad, con despliegue propagandístico y botargas descomunales, de que son imprescindibles, cuando en realidad son un desastre.
Fuente: https://www.sinembargo.mx/17-03-2022/4144312