La democracia en México ha sido siempre un horizonte, de suyo inalcanzable. La idea de un Estado fundado en el voto universal, con separación de poderes y contrapesos entre ellos, con rendición de cuentas y autogobierno local, con un fuerte federalismo, laico y con un proyecto de equidad basado en la igualdad ante la ley, existe como aspiración en México al menos desde el constituyente de 1857. El principio general ha estado formalmente vigente a partir de entonces; y, sin embargo, el modelo nunca ha correspondido con la operación real de la organización estatal. Una de las fuentes de la falta de legitimidad del orden jurídico radica en la evidente ficción histórica del régimen político, supuestamente republicano, democrático y federal, pero fuertemente centralizado y autoritario en la realidad. Una ficción aceptada, como precisamente la llamó François Xavier Guerra en su México: del antiguo régimen a la revolución, extraordinaria historia del régimen porfiriano y su decadencia.
Existe una clara trayectoria institucional en México, la pesada carga de nuestra herencia: el Estado sólo ha podido funcionar como un aparato de mediación entre órdenes particulares, conciliables entre sí gracias a un entramado de reglas informales que ha sustituido en la práctica cotidiana a las leyes, concebidas como reglas abstractas de valor universal, pero inaplicables en la concreción antropológica de la sociedad mexicana. Una sociedad que nació segmentada, que heredó de España una arquitectura institucional basada en las identidades colectivas diferenciadas y que hasta ahora no ha logrado construir la percepción común de una sociedad de igualdad ciudadana con apego a la legalidad.
El personal estatal —político— mexicano, heredero de los cuerpos de intermediación coloniales, se consolidó como especialista en la administración de las desigualdades y en sacar ventaja de ellas. La burocracia, los cuerpos de seguridad y los políticos de elección han operado, desde los orígenes del Estado mexicano, como gestores personales de la desobediencia de la ley, coyotes arropados por algún grado de autoridad estatal. El Estado mexicano sólo se consolidó cuando logró construir un compromiso aceptable con la utilización patrimonialista de la autoridad pública, enmascarándola con las formalidades de la ley.
Los mordelones de la época clásica del PRI son el ejemplo emblemático de la relación entre el Estado y la sociedad: el paradigma del grado real de aceptación del orden estatal. Los mordelones eran chuscos: la caricatura quintaesencial del patrimonialismo estatal, pero mostraban la manera en la que el Estado mexicano había resuelto su problema de agencia: con autonomía de los agentes para aprovechar discrecionalmente su parcela de poder.
La capacidad técnica del Estado, su eficacia funcional, ha sido inversamente proporcional a su discrecionalidad en la aplicación de la ley. Si no hay que medir realmente el impacto ambiental de una empresa, pues de lo que se trata es de pactar la mordida con los dueños y fingir el cumplimiento de la norma, entonces no se necesitan ingenieros capacitados sino grillos con títulos simulados. Por supuesto, los policías de carne y hueso, sean municipales o estatales o incluso los más modernos federales, no son sino una caterva de extorsionadores sin capacidad técnica alguna y casi sin límites en la arbitrariedad de su desempeño.
Esa maquinaria de intermediaciones, vendedora de protecciones políticas, funcionó con notable eficacia bajo los arreglos cuasi monárquicos del porfiriato y la época clásica del régimen del PRI. Ambos regímenes terminaron por crisis de representatividad. El primero se colapsó y su caída abrió un prolongado periodo de violencia e inestabilidad, que duró casi treinta años, mientras que el segundo vivió un largo proceso de decadencia casi tan largo como su época clásica. Uno y otro fueron sustituidos por versiones ampliadas del mismo arreglo: el régimen del PRI fue buen émulo de los mecanismos de negociación entre la legalidad y la institucionalidad real —aunque informal, del Porfiriato, pero con la inclusión corporativa de las organizaciones de masas. Al arreglo priísta lo ha sucedido, después de un largo proceso de ajuste incremental, un régimen de pluralidad electoral limitada que, empero, no tocó ni la discrecionalidad estatal en la aplicación del orden jurídico, ni la arbitrariedad y la falta de rendición de cuentas de la operación estatal, ni el sistema de botín con el que se reparte el empleo público, ni el control corporativo de los sindicatos.
La crisis del régimen del PRI, el fin de su época clásica, comenzó en 1968, menos de treinta años después de su consolidación. Los siguientes treinta años fueron de deterioro progresivo, sucesivamente resuelto con ampliaciones de la representación electoral —intensificados a partir de 1988 en el periodo comúnmente conocido como la transición—, hasta el momento final de la monarquía sexenal del PRI, con el pacto de 1996, acordado entre la actual oligarquía tripartidista.
El arreglo alcanzado en aquel tiempo dio lugar al régimen actual, prematuramente necrosado e inmerso ahora en una nueva crisis de representatividad. Los partidos que entonces pactaron acordaron mecanismos para repartirse por medio del voto el poder, pero desde el principio convinieron en estrechar la entrada de nuevos competidores reales. El mecanismo de ampliación de la representación creado en 1977, con el llamado registro condicionado de partidos políticos, fue eliminado y desde entonces los requisitos para acceder a la competencia se han hecho cada vez más arduos. El sistema de asambleas con concurrencias masivas, ideado en 1946 para proteger al PRI de escisiones y competidores incómodos, fue remozado y consecutivamente se fue haciendo más estricto, lo que ha dificultado el surgimiento de partidos de ciudadanos formados en torno a un programa y una lista de candidatos; en cambio, en cada elección han aparecido redes de clientelas políticas con gran capacidad de medrar gracias al financiamiento público, pero sin arrastre electoral significativo.
La crisis de legitimidad detonada por los sucesos de Tlatlaya, de Iguala y por el escándalo de la casa de la esposa del presidente, financiada por un contratista que ha hecho pingües negocios gracias a la protección política de Peña Nieto, ha abierto la crisis del régimen nacido con las reformas de 1996 y la alternancia en la Presidencia de la República de 2000. Es probable que en las elecciones del próximo año el déficit de representatividad de la oligarquía tripartidista se manifieste en una gran abstención y en el crecimiento del voto nulo, al tiempo que se muestre la tomadura de pelo que significó la reciente reglamentación de las candidaturas independientes. Tal vez, como lo muestra una encuesta reciente, el inefable Partido Verde resulte beneficiario de la debacle de los tres partidos mayores y que MORENA y López Obrador también obtengan dividendos. La próxima legislatura federal y varios de los gobiernos locales surgidos de los próximos comicios pueden resultar los más débiles desde que en México los votos sirven para determinar quién gobierna y quién legisla.
La transición que culminó con las elecciones federales del año 2000 creó un espejismo: bastaba con elecciones relativamente limpias para que se desplegaran los beneficios de la democracia. Hoy esa ilusión se ha disuelto en el aire. No basta con elecciones libres, aunque ese sea el cimiento, para construir un edificio democrático. Sólo con un orden jurídico legítimo, con rendición de cuentas, con un aparato estatal eficiente y con apertura suficiente para que los ciudadanos puedan transformar su disenso en competencia política, la democracia podrá dar frutos. Si no, será simplemente una nueva ficción aceptada.
Fuente: Sin Embargo