En medio del ruido que causa el vocerío de intereses que pugnan por llamar la atención de quienes toman decisiones —como en una plaza pública donde cada comerciante busca atraer al comprador, a gritos— resulta excepcional que haya un tema en el que se produzca algún consenso. Uno en el que, más allá de las posiciones y las intenciones de cada uno de los vendedores de ideas y propuestas, haya un acuerdo capaz de advertir al Estado sobre la importancia de un tema singular. Pero eso es justamente lo que está ocurriendo ahora mismo en torno de la corrupción.
Como nunca, el Estado está llamado a responder frente a ese problema que, desde todos los sectores de la sociedad, a la derecha y a la izquierda de los planos ideológicos y lo mismo desde la academia que por los empresarios, las organizaciones sociales, el periodismo o las organizaciones internacionales, está siendo identificado como el Talón de Aquiles del sexenio, la amenaza principal a las reformas que ya se han puesto en marcha y la causa más notable de la desazón social sobre el destino de los cambios anunciados.
No es un problema fácil de atajar ni cabe en el listado de reformas que pueden anunciarse repentinamente en busca de la simpatía masiva. La lucha contra la corrupción no sólo exige un trabajo minucioso, de relojería muy fina, para ir tejiendo las decisiones principales que han sido postergadas durante años o que se han tomado mal —por error o de manera deliberada—, sino que además reclama desandar otras que no han sido útiles en absoluto. Señalo tres: la primera está en el mal diseño de la Comisión Nacional Anticorrupción que sigue atorada en el Congreso, entre otras razones, porque a pesar de sus defectos, se trató de una propuesta iniciada por el Presidente a quien nadie, por lo visto, se atreve a contradecir.
No obstante, ya es tiempo de reconocer que esa Comisión, por sí misma, no sólo no resolvería el problema de la corrupción sino que añadiría otra pieza burocrática al engranaje desarticulado que hoy tenemos. En cambio, es hora también de reconocer que la Secretaría de la Función Pública no puede seguir acéfala ni colocada en el limbo administrativo del sexenio. Tampoco puede trasladarse simplemente a la órbita de la Secretaría de Hacienda, donde se convertiría en juez y parte y echaría por tierra la confianza que, como uno de sus capitales principales, debe construir cualquier gobierno que se haya propuesto tantas mudanzas como el de Peña Nieto.
Y tampoco es suficiente dar la vuelta atrás, como si no hubiera pasado nada en dos años y regresar al modelo insuficiente que prohijó la corrupción que hoy nos lastima en todos los ámbitos de nuestra vida pública. Menudo lío: desactivar las propuestas iniciales, revisar las decisiones que han llevado a la administración pública a quedarse sin contrapesos suficientes y, al mismo tiempo, poner sobre la marcha el diseño de una nueva política de rendición de cuentas y combate a la corrupción que resulte convincente y eficaz.
Con todo, es probable que no haya otra ventana de oportunidad tan clara en lo que resta del sexenio para darse a esa tarea. Con buen nervio político —como el que ha demostrado tener el presidente Peña— esta voz unívoca que está reclamando el diseño de una política pública para combatir la corrupción como condición de legitimidad, no debería pasar inadvertida por Los Pinos, ni responderse a través de los conductos de la comunicación social. No es un asunto pasajero ni trivial. Si el Presidente cobrara conciencia del riesgo que está corriendo su sexenio al descuidar este punto nodal de nuestra agenda pública, tendría que reaccionar con algo más que dos ideas y tres discursos. Como nunca, insisto una vez más, es hora de poner en marcha una política pública completa, articulada y coherente para combatir la corrupción. Y el tiempo apremia.
Fuente: El Universal