Ya no será posible detener la maquinaria legislativa puesta en marcha para concluir las reformas que se han llamado “estructurales”. Los cambios en materia energética verán la luz en unos días y, con ellos, habrá concluido el largo periodo de la historia económica de México que comenzó en 1938. Muy pronto, los eufemismos y la propaganda nacionalista empleada para seguir diciendo que “el petróleo es nuestro” dejarán su sitio a un nuevo discurso de modernización, internacionalización y crecimiento económico, basado en el flujo millonario de la inversión privada. Pero tampoco será posible detener, en contrapartida, la resistencia política y social ante los efectos de la decisión más relevante del sexenio.

La “disputa por la nación” que ya veían venir Cordera y Tello hace más de treinta años, ha concluido con el triunfo formal de la versión más liberal y proclive a la apertura plena del mercado. Y, en efecto, lo más probable es que tras la promulgación de estas reformas, México se convierta en el centro de las noticias económicas del globo por un buen rato y que los capitales de mayor codicia –que son precisamente los que giran en torno de la energía y la especulación en los mercados financieros—respalden las reformas aprobadas con inversiones, publicidad política y promesas de crecimiento y de prosperidad a manos llenas. México se habrá convertido en el mercado más abierto, más libre y más prometedor del mundo… Para los más ricos e influyentes.

En la práctica, sin embargo, el país afrontará dos desafíos que de ninguna manera están resueltos: el más inmediato y perentorio es la reacción política de las izquierdas y la polarización que, inevitablemente, despertará la culminación de estas reformas. La más responsable y cuidadosa es la planteada por Cuauhtémoc Cárdenas, quien buscará revertir las decisiones ya tomadas a través de la consulta popular. Es una vía institucional, contemplada en la reforma política recién aprobada, que en el mejor de los casos despertará la mayor contienda pública que hayamos presenciado después del fraude del 88 y que, en el peor, querrá prohibirse taxativamente por los partidarios de las iniciativas para dar lugar a un conflicto nacional cuyas dimensiones ni siquiera consigo imaginar. Pero el guión de la disputa está trazado de antemano: comenzará en una semana más, cobrará mayores bríos mediáticos y callejeros hacia el final del año y se convertirá inexorablemente en la clave principal de los comicios del año 2015.

El segundo desafío no resuelto por estas decisiones está en la corrupción. La dimensión de las reformas y su trascendencia histórica ameritaban contrapesos equivalentes para regular su operación. Si habían de hacerse, al menos podrían haberse diseñado con garantías excepcionales de transparencia, vigilancia pública y rendición de cuentas plenas; que quedara claro que una cosa es apostar por la libertad de los mercados y otra, diferente, es ponerlos a disposición de la discrecionalidad de los corruptos. Los dispositivos propuestos para regular la entrega de los medios energéticos al capital privado no difieren de manera sustantiva de los que hoy tenemos para controlar el gasto público. Y no es necesario hacer recuentos largos para subrayar lo que ya sabemos todos: que la opacidad, las trampas burocráticas y la falta de medios de control social están en el principio de la corrupción que nos inunda.

Los beneficios sociales de estos cambios, si es que llegan, tomarán varios años más para materializarse. En lo que resta del sexenio no bajarán los recibos de la luz, ni serán más baratas nuestras gasolinas, ni habrá empleos bien remunerados para todos. El crecimiento prometido no sucederá en dos días y nada garantiza que, aún llegando, “baje” al conjunto de la sociedad. No sucederá mientras no cambie la orientación social de los gobiernos y la forma de actuar de la morosa, oscura y corrompida administración pública que los envuelve.

Fuente: El Universal