El caso Petro Urrego contra Colombia, constituye, hoy en día, uno de los principales referentes a nivel interamericano en cuanto a la protección de los derechos humanos en el marco de los procesos disciplinarios en nuestro continente.
Para comprender mejor tal afirmación y valorar el impacto del caso que nos ocupa en los regímenes disciplinarios latinoamericanos y, particularmente el sistema mexicano, es necesario conocer -así sea a muy grandes rasgos- los pormenores que lo caracterizan.
En ese sentido, la controversia llevada ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), en su carácter de órgano autónomo de la Organización de los Estados Americanos (OEA) encargado de la protección y promoción de esos derechos fundamentales, se centró en las violaciones cometidas en un proceso disciplinario que concluyó con la destitución e inhabilitación de Gustavo Francisco Petro Urrego como Alcalde Mayor de Bogotá, Distrito Capital.
La CIDH al resolver la polémica, declaró la responsabilidad internacional del Estado de Colombia por las violaciones a diversos derechos en perjuicio del señor Petro Urrego, concretamente, la Corte encontró que sus derechos políticos se vieron afectados como consecuencia de la sanción de destitución como Alcalde Mayor de Bogotá, D.C., e inhabilitación por el término de 15 años para ocupar cargos públicos, que le fue impuesta por la Procuraduría General de la República.
En términos breves, algunos de los dilemas resueltos por la CIDH consistieron en determinar lo siguiente:
- Si una autoridad administrativa con potestad disciplinaria podía válidamente imponer una sanción de destitución e inhabilitación a un servidor público electo democráticamente y si esta circunstancia vulneraba tanto los estándares de protección de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH) como el orden democrático en el contexto de una sociedad que elije mediante el voto popular a sus representantes y espera que dicho mandato se respete, salvo causas plenamente justificadas con un alto grado de determinación, previsión y ante autoridades jurisdiccionalmente competentes.
- Si la concentración de las facultades de investigación, juzgamiento y sanción en una misma entidad o en instancias que dependen jerárquicamente unas de otras es, o no, incompatible con las previsiones de la Convención Americana y, si con dicho esquema concentrador de funciones se vulneran los principios de imparcialidad, presunción de inocencia y debida defensa.
Al respecto, la CIDH arribó a la conclusión consistente en que los derechos políticos del señor Petro Urrego se vieron afectados por la sanción de destitución e inhabilitación impuesta en vía administrativa, ya que las mismas, para tener validez y conllevar una restricción a los derechos políticos y al orden democrático (destitución e inhabilitación de un cargo popularmente electo) debieron, en todo caso, ser impuestas por una autoridad judicial penal competente en la materia mediante condena firme y no a través de un procedimiento disciplinario.
Además, reconoció que el derecho a ser juzgado por una autoridad imparcial representa una garantía del debido proceso, el cual no se actualiza en los casos en que existe una concentración de facultades investigativa y sancionadoras o dichas atribuciones recaen en dependencias o áreas que -aunque sean distintas- dependen unas de otras o se encuentran subordinadas.
Bajo este escenario, extraído del caso en análisis, que resultó en la determinación de una responsabilidad del Estado Colombiano, al no contar con una estructura o sistema disciplinario compatible con las disposiciones de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, es que deviene la idea o la necesidad de analizar el régimen disciplinario mexicano y valorar si nuestro esquema general de responsabilidades cumple con los citados estándares de respeto a los derechos humanos.
En principio, nos parece que una primera respuesta a esta inquietud nos indicaría que, al igual que en el caso colombiano, en México el régimen de responsabilidades administrativas de los servidores públicos conlleva la posibilidad de imponer una sanción de destitución e inhabilitación a servidores públicos electos popularmente, con lo cual, estaríamos en las mismas condiciones de incumplimiento ante una posible alegación o reclamo ante la vulneración de derechos políticos fundamentales.
Por igual, la estructura orgánica y funcional en que se ejerce la potestad disciplinaria por parte de la Secretaría de la Función Pública y sus órganos internos de control (OIC o contralorías internas) a nivel federal y en las entidades federativas, responde a la misma lógica antes explicada, en el sentido de que, si bien existe una separación material entre las autoridades que investigan, substancian y resuelven los procedimientos disciplinarios, lo cierto es que no son entes autónomos e imparciales, sino que, al depender jerárquicamente de la misma autoridad, por ende, su criterio no es objetivo y adolece de una visión preconcebida respecto a la responsabilidad de los servidores públicos.
Sobre todo, esto último acontece en el caso mexicano, tratándose de la investigación, substanciación y resolución de conductas o faltas administrativas no graves, funciones que, en su totalidad, recaen en el mismo órgano interno de control. Pero también en el caso de faltas graves, en donde, si bien interviene una instancia jurisdiccional en la parte resolutiva, lo cierto es que la investigación y la substanciación dependen de los citados órganos internos, los cuales, cargan el déficit de parcialidad antes mencionado.
Así las cosas, nos parece que la resolución del caso Petro Urrego contra Colombia, abre la posibilidad de dar inicio a un nuevo debate académico, intelectual y, desde luego, legislativo, en torno a la viabilidad de una reforma a la Ley General de Responsabilidades Administrativas y, en términos globales, a todo el andamiaje jurídico-disciplinario de nuestro país que regula los procedimientos disciplinarios, para adecuarlo a los principios y directrices de protección que rigen los derechos humanos en el sistema interamericano, a la par de prevenir una posible responsabilidad internacional del Estado Mexicano.
Por: Miguel Ángel Gutiérrez Salazar