Uno de los objetivos primarios de la política ha sido, desde el origen del Estado, la apropiación de parcelas de extracción de rentas. Si la política no tuviera consecuencias distributivas nadie la haría, nos decía hace años en su curso en Madrid Adam Prezeworski. La metáfora criminal sobre el origen del Estado de Mancur Olson se basa precisamente en el carácter expoliador de la venta de protección a cambio de impuestos. Si bien es una simplificación explicativa, tiene un trasfondo de realidad que se hace presente en la política cotidiana incluso en los órdenes sociales abiertos, donde el patrimonialismo ha sido sustancialmente limitado. En México es una práctica tan arraigada que sin posibilidad de repartir el botín estatal, la política no parece tener sentido.
La trayectoria institucional mexicana ha estado marcada por la herencia española; en el siglo XVII los puestos estatales se vendían al mejor postor, lo que permitía a la corona recaudar y le concedía al beneficiario una patente para enriquecerse con el pedazo de autoridad real que podía explotar. Ya en el México independiente, la política consistía en el arte de hacerse con una fuente de extracción de rentas. Santa Anna se convirtió en el caudillo indispensable no tanto por sus dotes de seductor, como lo noveló Enrique Serna, como por el control que mantuvo de la aduana de Veracruz, de la que sacaba los recursos para mantener a la hueste más poderosa entre el conjunto de ejércitos personales sostenidos por los señores de la guerra locales, vendedores de protección a la manera mafiosa en los territorios que controlaban.
Después de medio siglo de guerras, cuando finalmente se comenzó a reconstruir una organización nacional con capacidad de controlar el territorio e imponer las reglas del juego de manera centralizada, el problema de agencia del poder central se resolvió dándole autonomía relativa a sus burócratas, policías y agentes de todo tipo para vender directamente sus servicios de administración y protección. Cada ventanilla del Estado era patrimonio de quien estaba en ella, por lo que la explotaba en su beneficio, como siguen haciendo los policías en cada esquina del país. Así se extendió la presencia nacional del Estado: con base en la negociación personalizada del incumplimiento de la Ley.
En un país con un sistema de incentivos deformado, con barreras de entrada altas para la actividad económica privada, solo superables por quienes tienen los suficientes recursos para comprar la protección política, buena parte de la población a lo que ha aspirado siempre es a conseguirse una de esas parcelas de poder, ya sea temporal o permanente. Esa ha sido prácticamente la única vía de ascenso social y enriquecimiento abierta para la población en general, en un país de privilegios inamovibles.
La principal redistribución de la riqueza lograda por la Revolución Mexicana se dio a partir de la repartición de ese botín de extracción de rentas. El PRI ha sido tradicionalmente una maquinaria distribuidora de empleo público, con su consecuente pedazo de arbitrariedad a la hora de administrar el presupuesto. Después de décadas, la arbitrariedad se ha reducido en los escalones más bajos de la pirámide, pero sigue siendo enorme en los más altos.
La democratización de la política no terminó con el sistema de botín. Por el contrario, lo ha agravado, pues lo ha vuelto más ineficiente, ya que la alternancia de partidos sólo ha exacerbado la pugna por el control de las parcelas de rentas y ha extendido el juego de las sillas musicales, antes constreñido a los cargos de elección y a los altos puestos burocráticos, a casi todos los escalones del empleo público. Un cambio de partido representa casi siempre un nuevo reparto de la baraja de puestos. La política democrática se ha vuelto la recreación contemporánea de la empleomanía del siglo XIX.
Ningún partido le ha entrado ha enfrentar seriamente el tema del sistema de botín de la administración pública, pues todos ven como el objetivo de un triunfo electoral el repartir empleo entre sus validos. Los gobiernos del PAN han resultado especialmente grotescos, sobre todo porque en sus proclamas de antaño llamaban a terminar con el reparto discrecional de chamba pública, pero cuando llegaron al poder sólo montaron un simulacro de ley de servicio profesional de carrera, diseñado para convertirse en una más de nuestras ficciones legales aceptadas. El PRD ha sido obsceno en su patrimonialismo. Recuerdo que durante el gobierno de López Obrador en la Ciudad de México, cuando se puso en marcha aquel despropósito de exacción que fue el programa de reemplacamiento, en cada módulo se puso a un abnegado perredista de los que habían hecho campaña con el caudillo.
Este sistema de botín ha deformado todos los incentivos de la sociedad mexicana. Como lo que se necesita para conseguir un empleo público es tener un conocido, estudiar y hacer méritos profesionales carece de valor. Lo que cuenta es tener conocidos entre quienes reparten el empleo público. ¿Para qué va a estudiar un universitario, si con inscribirse y no morirse va a tener un título que le sirva para cumplir la formalidad legal con la cual su cuate le tapará el ojo al macho para darle chamba?
El Servicio Exterior Mexicano fue, durante la época clásica del PRI, uno de los pocos espacios de carrera burocrática basada en el mérito. Aun cuando siempre hubo reparto político de puestos diplomáticos, el listón puesto por el servicio profesional hacía que los presidentes fueran pudorosos a la hora de proponer a sus cuates para consulados o embajadas. Con este gobierno el pudor se ha perdido y hasta en el servicio diplomático los puestos se reparten con descaro entre los validos, como muestra el despropósito de proponer a Andrés Roemer como embajador ante la UNESCO. En otros ámbitos de la burocracia, durante la época clásica del PRI al menos entre los altos cargos contaba algo la preparación y, en menor medida, la honradez, pues como cada secretario se consideraba un precandidato a la presidencia que iba a ser evaluado por el señor del gran poder procuraba contar con equipos presentables. Ahora ni eso, como ha mostrado el desatino de Osorio Chong al nombrar a los dos últimos subsecretarios de prevención del delito: primero al fallido Escobar, cuyos delitos son conspicuos y ahora al oscuro Begné, de faltas menos conocidas. Todos a la rebatiña.
Fuente: Sin Embargo