¿Cómo escribir sobre Iguala sin caer en la tentación del derrotismo? ¿Cómo expresar cansancio, hartazgo y frustración sin perder las ganas de seguir? ¿Cómo hacer consciente nuestro dolor y reconocer nuestra fragilidad sin que esto nos paralice? ¿Cómo aceptar lo que pasó sin sumergirnos en una espiral de desconfianza total y absoluta? ¿Cómo se aborda un tema tan doloroso, como la desaparición de 43 chicos, la muerte de otros seis y las heridas graves a 20 más sin llegar a un estado en el que no sea posible creer en nada ni en nadie? ¿Cómo manifestar la más profunda solidaridad con los estudiantes y sus familias respetando su proceso, su dolor, pero haciendo nuestros —y viviendo en carne propia— la indignación y el repudio por esta situación? ¿Cómo volver a sentir que somos parte de algo a lo que renunciamos?
¿Cómo seguir vivos si con los muertos en Iguala renunciamos a vivir y con ellos todos morimos un poco más? ¿Cómo es que hoy todos los que estamos aquí y marchamos ayer estamos presentes si en verdad estamos desaparecidos junto con los chicos que nos hacen falta? ¿Qué tenemos que hacer para encontrarnos mientras nos buscamos en la forma de nuestras madres y padres que preguntamos por nosotros y que desesperados —pero con convicción— exigimos con toda lógica y razón por nuestra aparición? ¿Pero cómo nos vamos a encontrar si los desaparecidos somos nosotros y sólo nosotros nos podemos buscar?
¿Y cómo vamos a dejar de lado todo ese racismo que juzga estúpida y desinformadamente a los estudiantes que gritan por su compañeros? ¿Cómo nos hacemos cargo de que nuestro clasismo y elitismo va anulando lenta pero consistentemente una opción educativa para jóvenes, hijos de familias campesinas, que buscan darse una profesión mientras se forman políticamente como maestros rurales?
¿Después de esto finalmente nos vamos a atrever a cuestionar lo violenta que es nuestra ignorancia y nuestra soberbia? ¿Seremos capaces de dejar de impresionarnos positivamente (o de callarnos con complicidad) por la corrupción asesina y el lujo criminal que convive en la forma de escuelas particulares, ropas de diseñador, autos de lujo y casas en fraccionamientos, mientras llamamos radicales y rijosos (o ignoramos su existencia) a quienes luchan con lo que tienen —con todos sus errores— por un país mejor?
¿Y vamos a hablar con indignación y rabia sobre lo que pasó, marcharemos un día pero después volveremos a nuestra vida cómoda por evasiva? ¿O, peor, nos vamos a llenar la boca de crítica violenta e hipócrita (o ignorante) sobre las formas de movilización de los estudiantes y sus familias mientras nos callamos nuestra propia podredumbre y complicidad con un régimen corrupto, guardamos silencio con nuestra violencia cotidiana y nos perdonamos nuestra apatía criminal?
¿Seremos capaces de entender que la seriedad en las investigaciones en este caso son una expresión del respeto que nos tenemos como sociedad, del amor que le tenemos a nuestros hijas, hermanas y madres? Porque si no nos tomamos a Iguala en serio (y a los muchos “igualas” que hubo antes y que vendrán), después de Iguala no podremos seguir.
Fuente: El Universal