Esta semana el presidente Peña anunció obras de infraestructura por 7.7 billones de pesos. Es una cantidad impresionante. Si a ella sumamos las inversiones privadas que las reformas energéticas y de telecomunicaciones deben generar podríamos estar en el umbral de un periodo de crecimiento que el país necesita con urgencia. El problema reside en que las buenas intenciones traducidas en planes, presupuestos y voluntad política no bastan. El paso de los planes a las obras, que técnicamente se denomina implementación, es el reto que enfrentará la administración en los próximos meses. Y para poder tener éxito es indispensable admitir que existen serios obstáculos para lograr los resultados que se esperan.
La ejecución de los ambiciosos proyectos presentados por el Presidente supone que los múltiples instrumentos jurídicos que hay que aplicar tienen un buen diseño normativo; que hay condiciones para una adecuada coordinación intergubernamental (pues cada proyecto requiere la intervención de diferentes actores); que contamos con los mecanismos que permiten una buena interacción entre los gobiernos federal, estatal y municipal así como una administración honesta y eficaz; y que los mecanismos de rendición de cuentas son capaces de asegurar una adecuada ejecución así como castigar los eventuales desvíos que puedan ocurrir. Lamentablemente ninguna de estas condiciones se cumple cabalmente, y por el contrario, hay elementos que permiten suponer que el entorno es francamente adverso.
Para botón de muestra bastaría señalar, de acuerdo con cálculos, del profesor Carlos Vilalta del CIDE, basados, entre otros instrumentos, en la Encuesta Nacional de Victimización de Empresas (2012), que una de cada tres empresas (373/1000) ha sufrido actos de corrupción. La versión 2014 del Índice del Estado de Derecho (Rule of Law Index) nos ubica en el lugar 79 de 99 países analizados, siendo el alto nivel de corrupción y la mala calidad de los tribunales algunos de los factores que más explican esta poco honrosa posición. Hay abundante evidencia de la dilución de las responsabilidades que existe en las diversas instancias de coordinación gubernamentales. Podríamos multiplicar los ejemplos: el hecho es que nuestro secular problema de corrupción, falta de seguridad jurídica y mala regulación nos pone en una pésima posición de partida para alcanzar el crecimiento que necesitamos.
Para resolver el problema tenemos que reconocer sin ambigüedad los problemas y actuar de manera decisiva. Existen al menos cuatro piezas que podrían mejorar el panorama. Primero avanzar el nuevo diseño institucional para combatir la corrupción, no como un mal de individuos, sino como un problema institucional. Seguir dejando que la iniciativa en materia de anticorrupción duerma el sueño de los justos, en el Congreso es un error que urge enmendar. Necesitamos también avanzar sustantivamente en las políticas de mejora regulatoria, que hoy parecen olvidadas. Requerimos además con urgencia una reforma administrativa que ordene y facilite la acción del gobierno federal. Finalmente es indispensable mejorar los mecanismos de coordinación entre los diferentes niveles de gobierno (o mejor repensar todo el esquema federal), así como asegurar que los diversos organismos en materia de rendición de cuentas puedan actuar de manera conjunta y articulada. Desde la Red para la Rendición de Cuentas hemos hecho algunas propuestas en esta dirección que, aunque bien recibidas, son aún meras ideas. Urge que los tomadores de decisión asuman con serenidad responsable que para crecer necesitamos modificar el entorno institucional. Si no lo hacemos nada de lo prometido sucederá y malgastaremos los recursos y el futuro de todos.
Fuente: El Universal