En los últimos años se ha desarrollado una nutrida literatura especializada sobre corrupción. También se han dado los discursos más elocuentes y profundos sobre el compromiso político para combatirla. Lo mismo encontramos importantes estudios con análisis económicos y econométricos, que investigaciones que buscan dar cuenta de sus implicaciones como fenómeno social. La fiesta de la legitimidad política también es muy socorrida, especialmente por aquellos que gustan de hacer compromisos por abatirla con la intención de ganar votos. Ahí se encuentra uno a candidatos de todos los colores y a todos los puestos. Pero a pesar de tanto estudio y tanto compromiso los resultados no son solo magros, sino ofensivos. Nuestro fracaso social en la materia es de escándalo.
Algunos consideramos que la corrupción y la falta de probidad en la vida pública son de tal magnitud importantes como para dejarla solo en manos de los políticos y de las instituciones. También creemos que sus consecuencias pueden ser de tal suerte devastadoras y se vive en escalas tan extraordinarios. La corrupción no es sólo un asunto moral, de fiscalización o de descrédito político. Es algo realmente serio. Mata. Encierra. Arrebata ilusiones y oportunidades. Profundiza las desigualdades sociales y destruye valores importantes de la vida en democracia. De hecho, tiene consecuencias más graves y nocivas para las poblaciones en situación de desventaja social o económica o desposeídas de poder político.
Desde una perspectiva, frente a un desafío de esta magnitud cualquier esfuerzo puede parecer nimio o inútil. Desde la contraria, cualquier pequeña contribución puede ser indispensable, casi de carácter urgente e insustituible. La fiscalización ciudadana y el control social son de este último corte. Fueron estas las razones que nos llevaron en Fundar a solicitar las versiones públicas de las declaraciones patrimoniales de las y los señores diputados. Después de documentar numerosos caos de derecho comparado, de conocer el contenido de estudios y recomendaciones de los Comités que surgen de las convenciones internacionales en la materia, nuestra convicción es que la divulgación de dichas declaraciones tiene un valor público para combatir la corrupción. No negamos que se trata de un tema sensible y complejo, que requiere de un balance entre derechos y que la solución no puede ser maximalista. Pero es profunda nuestra convicción de que es posible un balance y que las razones de interés público son sólidas.
Ante la negativa para obtener las versiones públicas de las declaraciones que solicitamos, acudimos al Poder Judicial para que declarara inconstitucional un artículo que permite que sean los diputados quienes decidan si las entregan o no. El caso está siendo discutido por la Suprema Corte de Justicia de la Nación y será votado el día de hoy. Todo parece indicar que 6 de los señores y señoras Ministros consideran que no hay razones de interés público en entregar esta información. Los 5 restantes dividen sus opiniones, pero en lo general parecen estar de acuerdo en que es viable entregar esa información.
La divulgación de cierta información sensible por parte de las y los servidores públicos es evidentemente un acto de molestia. No es cosa menor, cierto. Pero tampoco lo son la corrupción y los escándalos que observamos. Nuestra sociedad se está acostumbrando a sufrir restricciones en sus libertades y derechos en aras de expectativas como la seguridad o la promesa de crecimiento económico. Tristemente, no nos hemos dado la oportunidad de explorar medidas que en otras partes han mostrado cierta utilidad en combatir la corrupción, simplemente porque generan incomodidad en la clase política. La votación de la Suprema Corte refleja ese estado nacional de cosas: socialmente estamos divididos y al negarnos a explorar otras medidas correremos el riesgo de dejar que la corrupción siga siendo un asunto de estudios y discursos.
Fuente: El Universal