En estos tiempos tan neoliberales, cuando cualquier forma de proteccionismo económico es denostada por los defensores de la libre concurrencia en los mercados, la competencia política abierta es, en cambio, vista con  recelo frecuentemente por los mismos que imaginan una utopía de competencia perfecta en la economía.

            En México el proteccionismo electoral nació justo al mismo tiempo que el proteccionismo que condujo a la industrialización orientada al mercado interno. Fue en 1946, con el pacto de consolidación de la coalición política en el poder, ampliado hacia los empresarios “nacionalistas”, cuando se establecieron tanto las reglas del modelo económico dominante durante las siguientes cuatro décadas, como las que determinaron la operación de la hegemonía priísta, protegida a partir de la Ley Electoral Federal de aquel año de las escisiones y  de competidores que pudieran resultar molestos en sus posturas de oposición.

            Al mismo tiempo que se cerraron las fronteras a las importaciones de productos que pudieran ser manufacturados en México, se crearon barreras de entrada a la competencia política con las reglas establecidas para el registro de los partidos, que determinaban la imposibilidad de crear una fuerza electoral al calor de una figura que hubiera roto con la coalición oficial, como había ocurrido en 1940 con Juan Andreu Almazán, pues para poder participar en una elección era necesario haber obtenido el registro con dos años de anticipación. Además, para obtener la patente electoral había que contar con al menos 30 mil afiliados distribuidos en las dos terceras partes de las entidades federativas, lo que se debería hacer constar con asambleas de las que darían fe los jueces de paz o los notarios. Con estos criterios, sólo pudieron obtener su registro aquellos partidos que contaban con el visto bueno del gobierno, pues tanto los jueces de paz como los notarios debían sus cargos a los gobernadores, por lo que nunca hubieran certificado una asamblea partidista incómoda a su patrón. Además, el PRI quedó blindado respecto a posibles fracturas, al grado de que entre 1952 y 1987 el partido resultó un monolito indivisible y entre 1958 y 1979 sólo tuvieron registro, además de partido del régimen, el PAN, “leal oposición”, y el PPS y el PARM, comparsas a modo.

            Para garantizar las protecciones se centralizó el control de los procesos electorales en una Comisión Electoral Federal, encargada de otorgar el registro a las pocas organizaciones que superaban los estrictos filtros que tamizaron al limitado sistema de partidos. El PRI se convirtió, en los hechos, en el único vehículo útil para acceder al poder.

            Así, los años dorados del crecimiento económico y la estabilidad política se basaron en una ordenación monopolista de la economía y de la política —también de la organización social, pues sólo las corporaciones incluidas en la coalición de poder, sindicales o campesinas, existían como vehículos de intermediación—, con lo que las expresiones de disidencia, lo mismo que las pequeñas empresas ajenas a las protecciones de la política, quedaron sumidas en la semiclandestinidad.

            El proteccionismo político se aflojó un poco con la reforma de 1977, pero a diferencia del económico, que quedó bastante disminuido con las reformas de los años ochenta y noventa del siglo pasado, se recuperó plenamente, sobre todo a partir de la reforma de 1996, aunque ampliado a los partidos que establecieron la nueva coalición de poder. Las reglas de ese proteccionismo redivivo y fortalecido con cada nuevo ajuste legal son herederas de la trayectoria institucional inaugurada con la ley electoral de 1946; su pilar es la institución del registro de partidos, que de nuevo requiere de la celebración de asambleas multitudinarias, estatales o distritales, con restricciones temporales para obtenerlo, pues ahora sólo se puede aspirar a ingresar en la competencia antes de cada elección intermedia.

            El proteccionismo electoral actual deforma el proceso de organización de los partidos políticos, pues genera incentivos perversos que inhiben el surgimiento de organizaciones de ciudadanos en torno a programas políticos y listas de candidatos y favorece a las organizaciones con base clientelista, excrecencias del régimen corporativo que está lejos de disolverse. Personajes con Ignacio Irys, que han medrado gracias a unas clientelas sostenidas con las rentas estatales obtenidas a partir del chantaje y la negociación de la desobediencia de la ley, se han adaptado muy bien al sistema de registro de partidos y, aunque no consigan votos, sí que han logrado conseguir recursos del sistema de financiamiento a los partidos. Nueva Alianza es otro caso: construido a partir del control corporativo del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación sobre los maestros. Encuentro Social, por su parte, se organizó con base en las comunidades evangélicas a las que niegan pertenecer sus promotores.

            El proteccionismo ha impedido la consolidación de nuevas fuerzas auténticamente programáticas pues, además, decreta la desaparición de organizaciones que no superen a la primera los crecientes umbrales de sufragios exigidos: el tres por ciento de la votación efectiva para esta elección. Así, la entrada en la competencia de opciones que puedan canalizar el voto del descontento con los partidos mayores queda cancelada. Mientras que hoy en España Podemos y Ciudadanos emergen como alternativas al PSOE, el PP e IU, en México a muchos ciudadanos que quieren expresarse a través del voto no les quedará otra que anular sus sufragios, ante un escenario donde los partidos nuevos no son más que engañifas diseñadas para extraer rentas del Estado.

            Es cierto que proteccionismo electoral existe en todo el mundo, pero generalmente se basa en la ingeniería electoral, como en Gran Bretaña y los Estados Unidos, donde no existe representación proporcional, con lo que se propicia el bipartidismo que ya hace agua en el primer país, o como el sistema D’hont que se utiliza en España y que beneficia a los partidos grandes y a los que tienen implantación regional, en detrimento de los medianos de alcance nacional.  Cuando el filtro se pone en la entrada a la competencia, suele basarse en umbrales de votación, como en Alemania, donde se exige el cinco por ciento para entrar al parlamento, pero los partidos que no lo obtienen no quedan excluidos de la posibilidad de lograrlo en elecciones posteriores y pueden trabajar para consolidarse.

Con el argumento de la gobernabilidad, los partidos grandes tienden a poner obstáculos a las fuerzas más pequeñas y a los nuevos proyectos. Ahora mismo, en España, el PP y el PSOE analizan si se coluden para modificar el régimen político y establecen una segunda vuelta en su beneficio, ante el ascenso de Ciudadanos y Podemos. Todos los sistemas electorales del mundo distribuyen beneficios a aquellos que los pactaron. Pero lo que existe actualmente en México es un abuso que juega en contra de la legitimidad electoral, aleja a los ciudadanos de las urnas y hace crecer el rechazo a la política. La reforma es urgente.

Fuente: Sin Embargo