No es el diván del psiquiatra, la austeridad franciscana, el decreto presidencial o la promoción de la honestidad valiente la que acabará de tajo con la corrupción en México. Para enfrentar el principal problema público del país, se requieren acciones y políticas coordinadas. Es decir, mucho más que ideología y buena voluntad.
En los primeros meses de la actual administración, el combate a la corrupción pareció centrarse en la técnica del garrote. La aplicación de estrictas medidas de austeridad y la necesidad de trofeos llevó a hacer ajustes y cambios normativos.
La modificación constitucional que permite la prisión oficiosa para todos aquellos que estén inculpados por delitos de corrupción —aún sin concluir el proceso— sigue esa lógica. También los nuevos términos sobre la extinción de dominio. El gobierno puede ahora hacerse de terrenos y otros bienes que probablemente provengan de la corrupción, aunque después se demuestre lo contrario.
En un país en el que las graves deficiencias del sistema de justicia permiten la liberación de delincuentes y el encarcelamiento de inocentes, la receta es más que amarga
En la misma tónica, de diciembre a junio de este año, se realizaron 20 mil 504 denuncias por corrupción que derivaron en la sanción de mil 426 servidores públicos. A la fecha, más de 16 mil expedientes se encuentran abiertos. Casos emblemáticos como la Estafa Maestra, Odebrecht o la Casa Blanca, están en proceso con la diligencia de la Unidad de Inteligencia Financiera. De estos casos, hasta ahora hay una sola encarcelada. Una con nombre, apellido y una añeja historia de rivalidad con el actual gobierno.
El recién publicado Programa Nacional de Combate a la Corrupción y a la Impunidad y de Mejora de la Gestión Pública 2019-2024 marca la ruta de los meses venideros.
El diagnóstico, como suele ser en la Cuarta Transformación, es impecable: la corrupción —señala— es una forma de dominación social en el que predominan el abuso, la impunidad y la apropiación indebida de lo público.
A la necesidad de sanción se agregan nuevos ingredientes. En los cinco objetivos y veintisiete acciones prioritarias existen aciertos.
La necesaria profesionalización, la participación ciudadana organizada y una política de información basada en máxima publicidad y datos abiertos son parte de ello.
Tras el maltrato inicial que este gobierno dio al funcionariado y el despido por decreto de 22 mil burócratas, parece ser que al fin se atenderá el viejo anhelo de acabar con el sistema de botín. Lograr la transformación que se quiere con la legislación e incentivos vigentes se antoja complicado. Pero al menos está en las prioridades.
También se incluyen mecanismos de detección de patrones y erradicación de causas que generan desvíos, sesgos y particularismos.
Extraña sin embargo, lo desdibujado de mecanismos de coordinación con instituciones clave de rendición de cuentas. Para que la corrupción sistémica pueda eliminarse, se requieren esfuerzos de acción colectiva. La ausencia de contrapesos en la estrategia anticorrupción parece llevarnos al viejo paradigma en donde el combate a la corrupción era tarea de un solo hombre. Ahora ya sabemos que esa estrategia no funciona.
Fuente: El Universal