El Programa Nacional de Infraestructura 2014-2018 se plantea metas ambiciosas: fomentar la competitividad y la productividad, producir energía suficiente y a precios competitivos, incrementar la infraestructura hidráulica, garantizar el acceso efectivo a servicios de salud, impulsar el desarrollo urbano y la construcción de vivienda, y consolidar y diversificar destinos turísticos.
Para ello, se proponen 743 proyectos que van desde la construcción del tren transpeninsular o la instalación de la red compartida de fibra óptica, hasta la edificación de centros de convenciones y la colocación de alcantarillado en localidades marginadas.
El agregado es apabullante: 7,750,549.7 millones de pesos de inversión, que implicarían un incremento adicional de entre 1.8% y 2% del PIB y la generación de 350 mil empleos adicionales al año.
Estas metas suponen que los 7.7 billones de pesos son bien gastados. Es decir, que cada uno de los proyectos ha sido planeado de manera cuidadosa, que su ejecución se realiza conforme a los procedimientos legales y en el marco temporal previsto, que los proveedores cumplen los contratos, que las obras tienen los efectos esperados en el desarrollo económico y en el bienestar de las comunidades beneficiadas.
Si todo sale bien, la apuesta por la infraestructura redundará en desarrollo y bienestar. Pero la experiencia de obra pública en México nos alerta sobre los problemas recurrentes que las inversiones habrán de enfrentar.
El gasto en infraestructura en México ha sido fuente de dispendio, ineficiencia y corrupción. El dispendio es producto de la planeación descuidada y de la asignación discrecional del gasto. No pocas veces se financian obras de relumbrón sin beneficios concretos, ocurrencias de políticos que ven en el gasto un triunfo en sí mismo o que piensan sólo en los dividendos electorales. La ineficiencia se origina por la falta de capacidades burocráticas para elaborar proyectos ejecutivos, para procesar las contrataciones, para administrar los recursos y para ejecutar los presupuestos.
Los gobiernos no tienen las estructuras, los procedimientos y el personal capacitado para hacerse cargo de proyectos ambiciosos. Y la corrupción (en forma de moches, licitaciones amañadas o aceptación de obras defectuosas) encuentra el espacio propicio en la ausencia de criterios para distribuir el gasto o seleccionar proyectos, en la regulación excesiva (y al mismo tiempo insuficiente) que abre espacios para la extorsión o la simulación y en la ausencia de controles efectivos y de una rendición de cuentas cabal.
Gastar 7.7 billones de pesos es una tarea titánica. Gastarlos bien es un desafío aún mayor. La inversión en infraestructura puede ser el detonador de desarrollo económico y bienestar social, pero para ello será indispensable hacer buenos proyectos ejecutivos, fortalecer la capacidad de las administraciones públicas y asegurar la rendición de cuentas.
Sólo con intervenciones deliberadas será posible evitar el dispendio, prevenir la ineficiencia y atajar la corrupción.
Fuente: El Universal