Al menos desde 1997, el problema de las elecciones no ha estado sino en el dinero y en la deslealtad de los partidos. Ninguno de los conflictos posteriores a esa fecha ha tenido como origen la organización electoral. Por el contrario, los órganos electorales de las entidades y de la federación han actuado más bien como amortiguadores y, con frecuencia, también como fusibles. Y aun a pesar de sus errores, esos órganos no han sido parte del problema sino de la solución.

Sin embargo, el diagnóstico que se debate ahora no se hace cargo de esa historia. Las mayores dificultades se han derivado de tres tipos de conductas deleznables: la primera ha sido el abuso del dinero —tanto público como privado —que los partidos han empleado para ganar votos; la segunda, en el juego perverso entre captura y descalificación de los órganos de dirección electoral —algo que podríamos llamar el síndrome de Otelo: primero el pecado cometido y después la duda infame sobre su destinatario—; y la tercera, en la deslealtad institucional de los partidos y los candidatos derrotados hacia las reglas que aceptaron previamente. Esto último, sobre todo, desde la izquierda encabezada por López Obrador.

De esas tres conductas, solamente la primera parece entrado a la conciencia de los actores principales del país, aunque con muy poca convicción: en el Pacto por México se ha sugerido que el IFE gestione los gastos de los partidos en campaña. Pero nada más. No se habla sobre los ingresos estatales que perciben —y sobre los que nadie, excepto ellos mismos, tiene cuenta exacta—, ni sobre las aportaciones privadas que les benefician, ni sobre la intervención delas autoridades en la contabilidad cotidiana del balance. Quieren que el IFE se convierta en su chequera y porfían, sobre esa base, en anular elecciones cuando se rebasen topes de campaña. No obstante, todos sabemos que una sola chequera no equivaldrá jamás a los verdaderos gastos efectuados por esas grandes organizaciones burocráticas ni, mucho menos, al control de sus ingresos.

 En cambio, el debate más acalorado está en la creación de un nuevo Instituto Nacional de Elecciones cuyo propósito sería, nos dicen, quitarle el control electoral a los gobernadores. Una solución que no corresponde con los problemas que han minado la credibilidad electoral en lo que va del Siglo. Nada tengo en contra de que la organización de los comicios sea cada vez más eficiente y que, por lo tanto, el IFE consolide su colaboración técnica con los órganos locales, como de hecho ha venido sucediendo. El padrón electoral, la insaculación de funcionarios de casilla, los materiales y la preparación para la capacitación electoral, la dotación de materiales para la elección —urnas, mamparas, boletas, listados, tintas, actas y demás parafernalia— el sistema informático para darle vida al PREP y todo el apoyo para la organización electoral puede seguir viniendo del órgano autónomo de la federación. Todo eso ahorraría recursos y abonaría a la experiencia ya ganada.

Pero el conflicto político y sus fusibles de salida pertenecen a un terreno diferente. Los consejos locales son imprescindibles, incluso para la organización de las elecciones federales, y éstos no pueden definirse fuera del estado donde habrá comicios. El procesamiento electoral no es sólo un asunto de máquinas y técnicas electorales, sino que también reside en la capacidad de mitigar y gestionar los conflictos potenciales oportunamente. De modo que aunque los partidos consiguieran desaparecer a los órganos electorales de las entidades, al día siguiente tendrían que volverlos a inventar de alguna forma. Y si ya han decidido capturar —repartirse en cuotas— a los órganos de dirección electoral, el problema que quieren resolver volvería a surgir tan pronto como ese reparto estuviera concluido. ¿En qué momento se les olvidó que los problemas principales de nuestros comicios no han estado fuera, sino dentro de los propios partidos que compiten?

Fuente: El Universal