En su mensaje sobre el Primer Informe de Gobierno, el presidente Peña Nieto no mencionó ni una sola vez la palabra corrupción. A todas luces, tiene la mirada puesta en otras prioridades. Sin embargo, la corrupción se ha convertido en el desafío más importante para la consolidación democrática de México e incluso en el principal obstáculo a las reformas impulsadas.
La corrupción ha minado la encada y la legitimidad de los partidos —que son la base de nuestro nuevo régimen—, ha vulnerado a las organizaciones sindicales, a la administración pública de la Federación, a los gobiernos estatales y municipales, al poder legislativo y al sistema judicial. La captura privada de lo público —de la calle, de las decisiones, de la asignación de puestos y de presupuestos, y hasta de la representación política— ha actuado directamente en contra de la eficiencia de la economía y del éxito de las políticas públicas.
En cambio, la corrupción es premiada, a un tiempo, por sus resultados y por la impunidad. Desde quien consigue avanzar diez metros saltándose la luz roja, hasta quien comercia drogas o vende protección, pasando por quienes corrompen los concursos para hacerse de un contrato, alteran las bebidas en los bares, venden litros incompletos o asaltan las vías públicas. No es sólo un acto aislado, ni una situación, sino un sistema: la corrupción consciente y justificada ante la evidencia de la impunidad y la fuerza de la masa y la rutina.
Las circunstancias que vive el país ejemplifican, cada día, el efecto depredador de ese conjunto de conductas corrompidas. La regulación no alcanza a producir los incentivos suficientes para hacer crecer la economía, en parte porque su diseño está capturado por los actores regulados y en parte porque no se cumple. La inseguridad se transforma en nuevas formas de violencia que – paradójicamente – se duelen de la misma corrupción, como los grupos de autodefensa o la expansión de la seguridad privada.
La reforma educativa empantana, en parte porque un sector del magisterio se rehúsa a cualquier evaluación que ponga en riesgo su trabajo, pero también y sobre todo, porque dudan sobre el contenido y los procedimientos de la evaluación que se les impondrá. La reforma energética está explicada como consecuencia de la corrupción de ayer y, a la vez, atrapada por la percepción muy extendida de que sus beneficios serán para unos cuantos. Y la reforma fiscal afrontará la incertidumbre sobre el buen uso de los recursos fiscales acrecidos por la recaudación universal del IVA. La lista es larga y podría ser mucho mayor, pero esta que hago, anclada en los periódicos del día, es suficiente para mostrar el caudal de daños que causa la corrupción sistemática de México.
No obstante, el Presidente no ha visto al elefante que se metió a la sala o, quizás, prefiere convivir con él. Pero lo cierto es que combatir la corrupción tendría que convertirse en una de las prioridades centrales de su gobierno, así sea por razones de estrategia para salvar el curso de acción que ha diseñado. Tarea que exige una secuencia de acciones en las que deben participar muy diversos actores concatenados que, hasta la fecha – y a pesar de todos los avances – , no conforman una armadura suficiente, porque los órganos y los procedimientos que hoy tenemos no fueron diseñados para articularse entre sí.
Nos urge una política completa y decidida para enfrentar ese problema: la concatenación de la secuencia exigida para articular la rendición de cuentas y el diseño normativo indispensable para llenar los huecos que las instituciones vigentes todavía dejan vacíos. Si ese quisiera emplear la gramática imperativa para explicar el desafía, los verbos serían: completar y concatenar. Una tarea de largo aliento y dirigida desde el más alto nivel que, sin embargo, en este primer mensaje no mereció siquiera una palabra.
Fuente: El Universal