El fracaso de la reforma política —largamente anunciado— se añade a la lista de pruebas sobre la incapacidad de la Cámara de Diputados que tenemos. Fue a uno de sus integrantes a quien le escuché decir que la 61 Legislatura federal pasará a la historia, a partes iguales, por lo que dejó de hacer y por lo que dejó pasar. A pesar de contar con un grupo muy notable, el conjunto ha resultado incompetente y, a estas alturas, ya no cabe duda de la necesidad de revisar en serio el sentido mismo de la representación que ostentan los legisladores.
Pero no para tirar al niño con el agua sucia, como dice el refrán anglosajón, sino para cobrar conciencia del despropósito que se produce con instituciones políticas que están, a un tiempo, fragmentadas en corrientes políticas adversas, capturadas por los aparatos de partido y ajenas casi por completo a la rendición de cuentas. Los diputados mexicanos no obedecen al pueblo soberano, como se supone que deberían hacerlo, sino al mandato imperativo de sus fracciones partidarias y de los intereses pragmáticos que los gobiernan; no debaten en clave democrática —que me perdonen sus voceros— en busca del mayor beneficio para la nación, sino en clave electoral guiada por las estrategias ordenadas para los próximos comicios, y no responden por sus actos sino ante sus dirigencias de bancada y de partido, animados quizás por el destino de sus carreras personales.
No me refiero sólo a la calidad de la legislación que emiten, omisa por completo a los costos de su implementación o a las redes de obligaciones jurídicas contradictorias que han ido tejiendo poco a poco, sin conexión de sentido y sin conciencia de sus efectos en la gestión pública, ni tampoco hablo de la falta de seguimiento sistemático de las decisiones que arrojan de repente al cuerpo normativo del país, porque estos rasgos no son exclusivos de la 61 Legislatura —aunque en ésta sí han sido más notables que en las anteriores, debido a su evidente autonomía—.
El rasgo más lamentable de la legislatura actual es que han vulnerado la letra de la Constitución y lo han hecho, sin matices, en nombre de sus intereses partidarios sin que pase absolutamente nada. Cobijados por los retruécanos legales que sus propios asesores les construyen, los representantes del pueblo mexicano se han dado el lujo de incumplir los plazos que les otorga la misma Carta Magna que protege su labor, una y otra vez, sin afrontar por ello consecuencia alguna. Han pasado impunemente por encima de varias de las obligaciones señaladas en la letra de la Constitución y el único costo que han pagado ha sido, acaso, el del reproche y la indignación públicas: “que la nación se los demande“ —pero que no se le ocurra a la nación producir ningún castigo —.
Y lo peor es que, hasta hoy, dependemos de esos mismos diputados para modificar las reglas de la responsabilidad pública. De ahí que ya se escuchen voces que confunden la gimnasia y la magnesia y que piden la eliminación de los legisladores de representación proporcional o la abolición de la influencia partidista en las cámaras —como si eso se pudiera— para afrontar esa falta de responsabilidad. También hay quienes dicen que sería mejor someterlos a la regla de la mayoría absoluta, como en el pasado autoritario del país, para que sus decisiones ya no dependan de ellos sino del titular del Ejecutivo en turno. Y de paso, poco a poco se ha venido extendiendo en el país un rechazo cada vez más firme al sistema de partidos y un desencanto generalizado con la democracia electoral.
No obstante, la lección que tendríamos que tomar de todos estos episodios lamentables es que la clave no está en borrar del mapa a los representantes populares, sino en exigir que rindan cuentas de su representación y se hagan cargo de las consecuencias de sus actos. La reelección legislativa era una buena opción, pero no era la única. Es preciso entrar al corazón de la Cámara de Diputados y dotar a cada uno de responsabilidades públicas e individuales, lo mismo que al conjunto, para garantizar que no salgan impunes cuando dejen de cumplir con la Constitución, cuando hagan mal uso del dinero público y cuando deshonren su representación por negligencia.
Ya que la iniciativa popular fue lo único que tuvieron a bien darnos en la reforma política recién votada, sería magnífico estrenarla con una que garantice cuanto antes el cumplimiento de sus obligaciones: una iniciativa que los fuerce a rendir cuentas y a hacerse cargo, en serio, de sus despropósitos.