Hubo una vez en que creímos que sería posible combatir los sistemas de botín y cuotas que han dañado la administración pública desde sus raíces y que han impedido que las mejores políticas perduren con el tiempo; que los programas exitosos se mantengan vivos; que el presupuesto sirva para los propósitos que dice perseguir; y que la corrupción deje de ser el cáncer principal de la gestión pública. Creímos que existían las condiciones necesarias para honrar el mérito profesional y las carreras públicas de largo aliento. Pero esa ilusión duró apenas unos años.

Hoy ya casi nadie levanta esa bandera y, por el contrario, el discurso hegemónico se ha vuelto en contra de los servicios de carrera. Los poderosos se duelen de las restricciones que les impiden contratar a sus amigos o, en el más viejo estilo del abuso de la autoridad, emplear los puestos para construir alianzas —en una versión moderna y burocrática de los matrimonios pactados entre la nobleza— o, simplemente, para crearse buena fama y hacer política mediática, usando los empleos para quedar bien con la tribuna —como ha sucedido con el IFE, que prefirió quebrar la trayectoria del servicio profesional más consolidado del país para lucir las cualidades feministas de sus consejeros—.

El viejo proyecto de la profesionalización no ha logrado derrotar la idea según la cual los puestos públicos son propiedad privada de los mandos superiores y que pueden hacer con ellos lo que les venga en gana. Lo más obvio es construir equipos políticos pagados con el gasto público. Pero —como lo prueba el caso del órgano electoral— las modalidades del abuso también se han diversificado y los salarios sirven por igual para mitigar presiones interiores, aplacar adversarios potenciales o granjearse aplausos en la prensa. Dado que los partidarios del mérito probado no forman un partido, ni un grupo de presión, ni tienen suficiente fuerza propia para oponerse al despropósito del uso político, mediático o faccioso del empleo público, los poderosos siguen avanzando sobre terreno plano.

Hace más de un año que fue electo Enrique Peña Nieto y, hasta la fecha, nadie sabe a ciencia cierta qué sucederá con la Secretaría que fue fundada en el 2003 para poner en marcha el servicio de carrera del gobierno federal. Desde su llegada, el Presidente la consideró un estorbo y nunca vio en esa dependencia la promesa de contar con una administración pública profesional, sino que la entendió como una herramienta para castigar a los funcionarios que se salieran del huacal: exactamente lo opuesto de lo que justificó algún día la creación de la todavía llamada Función Pública, que nació rodeada (y poblada) de enemigos.

Y, sin embargo, hoy sabemos con certeza que las piezas más delicadas de la gestión pública del día —como la educación o la procuración de justicia— no podrán prosperar sin contar con servicios profesionales exitosos. En esos casos, fue la evidencia indiscutible del fracaso previo lo que despertó la conciencia de modificar la ruta, para iniciar desde el principio la búsqueda del mérito profesional de urgencia y la consolidación de las carreras. Pero en ningún otro lugar se está pensando en serio en abandonar, de una vez y para siempre, la captura de los puestos públicos para fines personales. Y yo supongo, tomando en cuenta las inercias, que eso no sucederá sino hasta que los descalabros de otras áreas sean de tal magnitud que la necesidad de profesionalizar se vuelva cosa de sobrevivencia.

Pero entretanto, tengo para mí que seguiremos viendo la manipulación impune de lo poco que tenemos. Como en el IFE, insisto, donde los consejeros han preferido hacerse de una nota de corrección política a favor del feminismo, en vez de honrar el mérito ganado a pulso. Qué fácil es deshonrar la democracia en un país autoritario.

Fuente: El Universal