*Por Contraloría Ciudadana

Estudio realizado por la ONG, Contraloría Ciudadana.

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La “lucha contra la corrupción” es un fenómeno de alcance global si consideramos la existencia de convenciones de esta dimensión en la materia, como la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, o bien si consideramos la existencia de nueve convenciones regionales sobre el tema, que abarcan los subcontinentes más importantes del mundo; sin embargo, aún hoy, no se existe una definición consolidada y aplicable de manera homogénea, más allá de la definición básica del “quiebre del orden normativo,” expresada en la academia ya desde mediados del siglo XX.
La expectativa, empero, no es la de conseguir un concepto comprehensivo de esta compleja realidad social mundial. Por el contrario, cada región, cada país o incluso cada cultura tienen sus parámetros para distinguir aquellas porciones del marco normativo (jurídico o social) que conforman el límite para el uso de la influencia personal con fines privados. Por lo tanto, resulta impensable que un día estemos de acuerdo con la definición de corrupción y, con mucha mayor razón, con las prácticas y avances que en cada región se han dado en la materia.

Las diferencias son evidentes. Así, por ejemplo, en el África, de acuerdo con algunos teóricos, la “lucha contra la corrupción” tiene por objeto abrir mayores espacios de incidencia a las organizaciones transnacionales “sin fines de lucro” con la intención de satisfacer intereses extraños a cambio de un permanente financiamiento de campañas “modernizadoras”, consiguiendo así un permanente tercer mundo en constante estado natural de corrupción por su atraso en el desarrollo. En contraste, se ha mencionado el caso europeo, donde destaca el compromiso de la academia y las propias empresas por capitalizar los esfuerzos anticorrupción en mejores prácticas corporativas que, a la larga, reditúen al sector privado. En esto se observa, con toda razón, que la corrupción tiene que ver en mucho con un sistema adecuado de incentivos: en el caso europeo la oferta competitiva por la vía legal ahora es incluso más barata que la producida por la vía ilegal. A pesar de los avances en la autoregulación del sector privado, difícilmente se ubica en Europa un involucramiento de la sociedad civil, sobre todo mediante sus organizaciones, para el logro de estos objetivos.

En lo concerniente a nuestra región, Latinoamérica, es evidente el empuje brindado para la atención pública del tema por la existencia, entrada en vigencia y seguimiento de las convenciones internacionales contra el cohecho (de la OCDE) y anticorrupción (de la OEA). Los mecanismos de observación del cumplimiento de los Estados partes son, sobre todo, una pieza vital de este sistema que reporta áreas de interés y resultados comparables. Así, por ejemplo, las más grandes economías de la región, en torno a la convención de la OCDE, han producido avances en la tipificación y sanción del cohecho, proveyendo de los mecanismos necesarios para hacer posible la sanción de servidores públicos y empresas más allá de las fronteras de los países.

En el caso específico de México, la OCDE ha reconocido el esfuerzo del gobierno federal en el fortalecimiento del sistema de contrataciones públicas, como una política excepcional en la región. Por tanto, queda claro que, en cuanto a esta Convención, los avances han consistido sobre todo en crear una estructura pública que atienda al combate de hechos ilícitos determinados de forma homogénea para una serie de países. En el mismo sentido, los avances obtenidos en el marco de la Convención Interamericana contra la Corrupción (CIC) se refieren a la debida mención jurídica de las conductas ilícitas y su posibilidad de sanción, junto con un grupo de actividades de control sobre la función pública que se han diseminado entre los diferentes países del continente.

La adopción de códigos de ética, lineamientos de conducta, sistemas de control patrimonial de servidores públicos, fortalecimiento de instancias de vigilancia y control internas, entre otros, forman parte del legado de la implementación de esta Convención en los países miembros. A éstos avances se suman, por supuesto, la identificación de autoridades nacionales responsables del tema, la definición clara por la vía administrativa y penal de ilícitos de corrupción y más avances en materia de cooperación interestatal (técnica, de extradición y de apoyo judicial) entre las naciones de la región. Existe, sin embargo, un elemento más que la CIC ha previsto y destacado de entre la experiencia en otras regiones del mundo: la permanente identificación y revisión del funcionamiento de los mecanismos de involucramiento de la sociedad civil en el tema. Esto, a pesar de una muy dispersa y tenue participación del sector privado en acciones anticorrupción, permite presentar nuevos avances comparables, por ejemplo, con el caso europeo.

En razón de este primer indicio que determina en gran medida el caso mexicano, sin duda, es que nos dirigimos entonces a un breve repaso sobre la teoría de la participación ciudadana. En principio, se ha reconocido que el tema no se puede entender de manera aislada, a manera de que la participación es un artículo que viene como “necesaria consecuencia” de la adopción de formas de gobierno democráticas. La participación ciudadana entraña la posibilidad de ejercicio pleno de un derecho humano específico (el derecho a la participación) y al mismo tiempo aparece como un importante vector de una serie de derechos básicos (libertades civiles y políticas, sobre todo) de todo individuo en una comunidad política, como la igualdad, el pensamiento y la manifestación de ideas, la asociación, la seguridad personal, entre otros.

Por ello, cuando se habla de participación ciudadana resulta indispensable diferenciarla de cualquier otro fenómeno análogo que carezca de la finalidad o propósito específico que la caracteriza: el propósito de incidencia. En efecto, la voluntad deliberada de “participar en la dirección de los asuntos públicos,” de transformar procesos de toma de decisiones y, en fin, de darle forma a los asuntos de interés público, es lo que destaca a la participación ciudadana de cualquier otro fenómeno que implique el ejercicio de derechos y libertades básicas.

La base de una democracia participativa, desde luego, consiste en la presencia y articulación adecuada de espacios para la intervención de la ciudadanía. La existencia de “modelos de incidencia” que se institucionalizan con este propósito permite prever una mayor y mejor suma de interacciones positivas entre sociedad y gobierno. No existe pues disputa entre esta dimensión participativa y la representativa de un sistema político democrático, sólo la posibilidad de complementarlos adecuadamente en beneficio de mejores resultados en la gestión de asuntos de interés público.

Para la adecuada creación y operación de estos modelos de incidencia, además de este sustento teórico y “ontológico” de la participación ciudadana, se ha avanzado de igual forma en el estudio y conocimiento de algunas particularidades del fenómeno, como en la clasificación de mecanismos. Este no es un ejercicio ocioso de ordenamiento del conocimiento; se trata de verdaderas herramientas de análisis que permiten prever cómo operará un mecanismo en la práctica, cuáles serán sus alcances y limitaciones, así como en qué consiste finalmente su propósito específico. En este estudio se retoman clasificaciones como las elaboradas por la OCDE y el MESICIC, que informan sobre los mecanismos más frecuentes y sus características; sin embargo, en relación con nuestra caracterización de incidencia, resulta claro que estos esquemas ofrecen modelos de “transparencia” y “consulta” que no necesariamente (sino muy tangencialmente) dirigen la actuación del ciudadano hacia una incidencia consistente.

Ahora bien, incluso los mecanismos de “participación activa,” como los llama la OCDE, pueden ser desglosados de mejor manera para su comprensión. Por ello se ha hecho uso constante, en los Capítulos I y II, de la metodología de Ernesto Isunza para el descubrimiento de los puntos de contacto entre sociedad civil y gobierno, así como de sus consecuencias en la transferencia de información y en la vinculación del actuar de unos y otros sujetos. Por otra parte, para la región latinoamericana se destaca ampliamente la mención por el MESICIC de los “mecanismos de seguimiento a la gestión pública,” es decir, una serie de modelos de incidencia que permiten a la sociedad civil dar seguimiento a las acciones del gobierno, con el apoyo de las instancias públicas, para incidir en el fortalecimiento del ámbito público. Sin duda, entre nuestros modelos a examen, destacaron esta clase de mecanismos, como se mostró en su momento en el Capítulo II.