Uno, el telón de fondo. La ilegalidad y anomalía esencial sobre las cuales se desarrolló el proceso electoral de 2024. El presidente López Obrador se invistió como jefe de partido desde un año antes de los comicios, pactando y ordenando las condiciones de la competencia interna (Morena). De esa suerte, México padeció el pasaje electoral más prolongado -un año anticipado- lo cual violó todos los plazos y todo el diseño constitucional previsto para pre y para campañas. Eso fue tolerado por unas autoridades electorales debilitadas que permitieron (y peor) fraguaron un instructivo para que la violación tuviera lugar con cierto disimulo. Entre tanto, contingentes político y paralelo (los ciervos de la nación) con dinero del erario, recorrían metódica y frenéticamente el territorio nacional para recordar a unos 30 millones de ciudadanos que los beneficios líquidos recibidos a través de los programas sociales, no son su derecho sino obra y gracia del presidente y su partido. Y para completar el paisaje en varias zonas del territorio, ciudadanos renunciaron a competir por amenazas del crimen que se impuso, a su vez, matando a 36 candidatos en varios estados del país.
Dos. En medio, una mejora social real. Imposible negar ese contexto pero igualmente irrecusable es el hecho de que, a pesar de la pandemia y su catastrófica gestión, en los últimos cinco años fueron duplicadas las transferencias de dinero líquido a los ciudadanos-votantes. Y por primera vez en 40 años, la gente que trabaja para sostenerse, vio incrementar sus ingresos 17 por ciento en promedio -en la formalidad como en la informalidad- gracias a la palanca de la política del salario mínimo. No se volvieron clases medias, pero por primera vez en décadas pudieron salvar la quincena según el CONEVAL. Hablamos, cuando menos, de 5.1 millones de personas que dejaron -por poco- la pobreza de bolsillo y esta mejora masiva y tangible del ingreso (después de dos generaciones de estancamiento) forma parte de la disposición social que el 2 de junio salió a votar para ratificar a este gobierno.
Tres, incredulidad y autoengaño. Ambos componentes nublaron al proceso electoral en medio del mayor descrédito de las encuestas que se recuerde. Pero resultó que no: la mayor parte de los sondeos nacionales estaban expresando una realidad que muchos se (nos) negaron a creer. Cuando menos veinte de esas encuestas, dieron consistentemente un amplio triunfo a Sheinbaum y tres (Mitofsky, Covarrubias- Asociados y MEBA) con bastante precisión: alrededor del 59 por ciento computado finalmente. Lo paradójico y alucinante es que a pesar de estar reflejando con bastante precisión el ánimo de los votantes, las encuestas no fueron el instrumento de certeza y confianza que debe acompañar a un proceso democrático.
Cinco, la ilusión de la alta participación. Muchos analistas prendieron veladoras a una copiosa concurrencia en las urnas como condición para derrocar al partido del gobierno pero Yucatán, Tlaxcala y Ciudad de México, con una participación superior al 70 por ciento, dieron el triunfo a Morena. La más alta participación, favoreció al gobierno. Mientras que, globalmente, los mexicanos parecen mantener un parsimonioso 62 por ciento como nivel promedio de asistencia a las urnas en todo lo que va del siglo, durante ya cinco elecciones.
Seis, el inexistente fraude. Es decir, la alteración de la voluntad popular estampada en las boletas no se demuestra en ninguna de las elecciones en las 32 entidades, ni en la federal, ni en las nueve locales donde se disputaron las gubernaturas. ¿Por qué puedo ser tan categórico? Porque los resultados en los diferentes momentos procesales y en las diversas formas de contar la votación coincidieron siempre, coherente y consistentemente. En el conteo rápido, la noche de la elección, Sheinbaum obtenía entre el 58.3 y 60.5 por ciento de los votos; 48 horas después, el programa de resultados preliminares le daba 59.3 y una semana después, los cómputos distritales arrojaron el 59.7 definitivo. Xóchitl Gálvez y Álvarez Maynez también obtuvieron una votación consistente en los tres cómputos: del 27.4 por ciento una y del 10.3, el otro.
Pero veamos a Jalisco, la elección más competida de todas, el pasado dos de junio. Su conteo rápido otorgó un rango de votación de 42 a 45 por ciento para Pablo Lemus de Movimiento Ciudadano; de 36 a 39 a Claudia Delgadillo (Morena) y de 15 a 17 a Laura Haro (PAN-PRI-PRD). Después, su programa de resultados electorales preliminares informó: 41.8, 38 y 17 respectivamente y, en tercer lugar los cómputos distritales que cuentan lo mismo actas que boletas, arrojaron 43.1, 38.2 y 16.1. La revisión de las nueve elecciones a las gubernaturas, mediante esta aproximación (conteo rápido, prep, cómputo distrital) muestra -aquí y allá- resultados coherentes y estables, por eso es tan difícil sostener la acusación de fraude.
El nuevo mapa del poder político, las ciudades como resistencia de la pluralidad mexicana y el régimen político que emerge de la elección, los veremos la próxima semana.
Todos estos datos y reflexiones fueron expuestos -hace una semana- por Carlos Flores y Mauricio López en el Instituto de Estudios para la Transición Democrática (IETD), magnífico registro histórico de hechos que cincelaron al proceso electoral 2024. Será publicado en Configuraciones (www.ietd.com).
Pdta: A partir de hoy, esta columna se muda a los lunes, justo donde ha escrito Raúl Trejo Delarbre y cuyos zapatos me serán tan imposibles de llenar. Gracias a la generosidad de don Jorge Kahwagi G. y gracias a Francisco Báez, ex director de este diario, por su paciencia y pertinaz invitación a mejorar.
Fuente: Crónica