A tres semanas del cambio de gobierno, las viejas inercias de la política mexicana están volviendo intactas del pasado. La lista es larga: los tapados, los equipos poderosos, las pugnas soterradas entre ellos, los mensajes cifrados en la prensa, los alquimistas que se ocupan de leerlos, las agendas reveladas (y las agendas ocultadas), el tiempo dedicado a cada quien, las alianzas temporales, los amigos falsos, los enemigos verdaderos. Todo el repertorio del régimen que creíamos superado está de vuelta. Un querido amigo mío lo celebraba hace unos días: qué bueno que han vuelto los priístas, me decía, porque a éstos sí les entendemos.

Admito que el presidente electo tomó la decisión correcta al situarse en un plano discreto mientras concluía el sexenio de Felipe Calderón. Le cedió casi completo el protagonismo de las últimas semanas, que el presidente en turno ha aprovechado para inaugurar obras, repartir abrazos y aligerar su imagen antes de dejar el cargo. Pero mientras concluye el larguísimo periodo de transición entre gobiernos, esa misma discreción le ha servido a Peña Nieto para “engañar con la verdad” —como solía decirse ayer y vuelve a ser verdad ahora— acerca de la integración de sus equipos de trabajo, los nombramientos de sus colaboradores y sus planes inmediatos: dijo que quienes encabezarían la transición no serían, necesariamente, los mismos que integrarían su gabinete. Así que mientras no llegue diciembre, todo será conjetura y especulación. Y en el camino, seguirá el más amplio despliegue de las viejas artes cortesanas.

En cambio, sabemos mucho menos sobre los verdaderos planes que presentará el nuevo presidente. Ocultas tras las mismas telas que protegen los nombres de quienes serán los colaboradores iniciales del próximo gobierno, las políticas públicas que se pondrán en marcha durante el 2013 apenas se están dejando ver como siluetas. No hay nada claro ni definitivo y, probablemente, tampoco haya nada durante las primeras semanas de gobierno, pues las inercias aconsejan ir dosificando novedades y actuando con cautela: la “pragmática política” —esa expresión que volví a escuchar hace unos días— no es ideología sino consenso, y no reclama posturas acabadas sino puntos de partida para ir construyendo en el camino. ¿Con quiénes? Con quienes sepan enseñar, al mismo tiempo, su fuerza, su lealtad y su disposición.

¿Cuándo? En el momento necesario: ni antes ni después.

Con todo, las rutinas establecidas también ordenan que primero haya un discurso de apertura, luego una pasarela de los colaboradores más cercanos y finalmente un plan nacional de desarrollo. Y cuando esa secuencia comience a suceder, no sólo habrá quedado atrás la morosa despedida del gobierno actual, sino que muy probablemente se apagarán también los reflectores que todavía están deslumbrando a las cámaras legislativas y las agendas públicas volverán a situarse en los territorios habituales del Ejecutivo federal. Pero tampoco sabremos demasiado, pues la Constitución todavía ordena que el plan se apoye en una amplia “consulta popular” que le abrirá una nueva oportunidad al presidente Peña Nieto para seguir tejiendo alianzas y confeccionando redes.

La ventaja que siempre ha tenido el PRI sobre sus adversarios está en su ambigüedad pragmática: nada es absolutamente cierto, ni definitivamente falso; ninguna decisión está comprometida de antemano; todas las opciones caben, mientras sea posible y necesario; no hay enemigos para siempre, ni tampoco amigos incondicionales; todo es negociable, excepto la jerarquía y la autoridad; y nadie está completamente vivo ni completamente muerto. Si alguien espera definiciones acabadas y rutas de acción inapelables, se habrá equivocado por seis años.

Así llegó Enrique Peña Nieto hasta Los Pinos, de modo que nadie debería esperar algo distinto. El viejo y conocido pragmatismo del régimen que engendró al siguiente presidente está de vuelta. Bienvenidos, que cada quien haga su juego.