Es evidente que el riesgo deregresión autoritaria es real.
Que la Comisión Nacional de los Derechos Humanos haya dejado de ser un órgano de defensa de dichos derechos y de las libertades de las personas frente a los abusos del poder para convertirse en un apéndice gubernamental, es un hecho conocido y frecuentemente constatable, desde que su titularidad recayó (de manera aparentemente fraudulenta) en Rosario Piedra.
En efecto, el caso de la CNDH es el más triste ejemplo de la captura de un órgano constitucional autónomo por parte del poder gubernamental que, mediante su encomienda a una persona que actúa, ante todo, como correa de transmisión de sus intereses, ha renunciado a su naturaleza y vocación de ser una instancia de vigilancia, control y limitación del poder, para convertirse en un departamento de promoción y propaganda de la agenda y del discurso presidencial.
Lo que es nuevo (pero, hay que reconocerlo, tristemente previsible), es el nivel de degradación al que la CNDH, un ejemplo emblemático del proceso de construcción institucional de nuestra democracia, ha sido llevada bajo la dirección de la señora Piedra. Y ello ocurre sin ningún tipo de empacho, con total desvergüenza y de manera cada vez más grave.
Ya el 30 de octubre de 2022 ese otrora órgano autónomo e independiente, había dado muestras de su subordinación a los intereses de la Presidencia de la República cuando, en el Pronunciamiento DGDDH/081/2022, relacionado con la Recomendación General 46/2022 sobre graves violaciones a derechos humanos cometidos por el Estado Mexicano entre 1951 y 1965, señaló: “El comportamiento a últimas fechas y el historial mismo del INE, salvo reducidas excepciones, es el mismo historial del IFE y de la otrora Comisión Federal Electoral. Órganos autónomos únicamente de nombre, instrumentos parciales, de sabotaje de la voluntad del pueblo, que sólo han servido para el mantenimiento de vicios que, por años, si no es que por siglos, han manchado nuestros procesos electorales”. Acto seguido, la CNDH hacía un llamado a los legisladores para que revisaran la legislación electoral vigente, precisamente en el marco de la iniciativa de reforma constitucional que había presentado ese año el presidente López Obrador para desaparecer al INE.
En esa ocasión, no sólo la CNDH responsabilizó al INE por violaciones al voto público ocurridas más de medio siglo antes de su nacimiento, sino que, además, actuó como “porrista” de la iniciativa presidencial en materia electoral. Sin embargo, lo peor estaba aún por venir.
El pasado 4 de marzo, dicha Comisión presentó un Informe, en donde acusa que en la Marcha por la democracia del 18 de febrero “se reprodujeron expresiones y discursos racistas y clasistas que atentan contra el Derecho a la Democracia (sic), al normalizar la discriminación contra ciertos sectores de la población nacional y extranjera” (por supuesto sin especificar a qué se refiere). Además, se descalifica a varios medios de comunicación por reproducir “campañas negras y de desinformación”, así como a una serie de dichos que les atribuye a los candidatos de oposición a la Presidencia de la República (Xóchitl Gálvez y Jorge Álvarez Máynez), mientras que se reconoce y edulcora a los dichos de la candidata presidencial del oficialismo (Claudia Sheinbaum).
Lo anterior es escandaloso. No sólo porque la CNDH viola la Constitución al hacer pronunciamientos en materia electoral (cosa que le está expresamente prohibida por el artículo 102, apartado B), sino que, además transgrede flagrantemente el deber de neutralidad que le impone el artículo 134 de la norma fundamental, al utilizar el cargo y los recursos públicos que tiene a su disposición para intentar influir en las preferencias electorales de las y los ciudadanos.
En su afán de convertirse en el “Comité de Salud Pública” del obradorismo, la CNDH olvida que su papel es el de proteger a los individuos frente a los abusos del poder y no, como pretende, el de proteger al poder (autoritario) persiguiendo a las y los ciudadanos que se manifiestan para defender la democracia en ejercicio de sus derechos constitucionales.
Mucho menos su función es la de ser un órgano de propaganda política en favor de la candidata del partido gobernante y de descalificación de los candidatos opositores.
Lo único que hay que agradecerle a la señora Piedra es que, con su actuación, evidencia que los riesgos de regresión autoritaria no son amenazas abstractas sino un peligro real y evidente.
Fuente: El Universal