El forcejeo universal entre democracia y autoritarismo encuentra una descripción al mismo tiempo sintética y comprehensiva en “Tiranía de la minoría: por qué la democracia estadounidense llegó al punto de ruptura”, de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, autores indispensables en estos años convulsos.
Hay allí varios capítulos repletos de lo que más importa: política, la que hace avanzar al autoritarismo y la otra política, la que defiende a la democracia. Por eso es tan actual y no solo para los Estados Unidos. Ofrezco aquí algunas viñetas.
Asumen un diagnóstico socialdemócrata: tras el desplome de la Unión Soviética la democracia encontró una amplia avenida y durante toda una década, pero el arreglo económico dominante se abstuvo de repartir, simplemente concentró los ingresos en medio de crisis sucesivas y mucha inestabilidad.
Los extremismos políticos reaparecieron. Estados Unidos se embarcó en una penosa guerra invadiendo Irak y la Unión Europea se dividió. China entró de lleno a la diplomacia mundial y Rusia hizo lo propio con sus métodos y artilugios digitales. Como puntilla de todo, llegó la gran crisis financiera de 2008-2009 que desparramó todavía más inestabilidad, irritación y descontento mientras las corrientes iliberales aparecieron en la escena de las democracias más desarrolladas y las no tanto. El espeso caldo del populismo se había cocinado ya, mucho antes de la segunda década del siglo XXI y tuvo sus primeros hervores desde los años noventa del siglo pasado.
En ese tiempo surgió un tipo de régimen político que no habíamos visto antes en esta escala ni con la frecuencia del presente: se trata del autoritarismo competitivo. Instituciones democráticas reales coexisten con abusos y aberraciones promovidas por poderes ejecutivos electos que intentan una y otra vez desequilibrar a los comicios libres… pero no los cancelan. En una nuez, este es el concepto que define todo el trabajo de los autores.
De modo que al término de la guerra fría se construyeron democracias, pero no paso mucho tiempo para que algunas nuevas y otras, viejas democracias, se convirtieran también en autoritarismos. El entorno internacional, en palabras de los autores, se había vuelto “excepcionalmente hostil a la dictadura a gran escala”, pero al mismo tiempo, el apoyo activo y la promoción a la democracia de Occidente había perdido fuelle.
Entonces, lo que parece estar ocurriendo en gran parte del mundo es un ir y venir entre las fuerzas de la democracia y las del autoritarismo. Un nervioso forcejeo que ha hecho sobrevivir ciertas prácticas e instituciones democráticas, frente a otras que las han vaciado o vuelto insignificantes, ahora controladas desde el poder político. ¿Cómo es que se instala cierto tipo y cierto grado de autoritarismo? O mejor, la pregunta inversa ¿por qué esos países no han acabado en autocracias o en llanas dictaduras?
Respuesta. Porque hay una poderosa institución que las sociedades han aprendido, aprecian y no quieren perder: la celebración de elecciones. En palabras de los autores “es posible que las sociedades no estén profundamente comprometidas con los principios de la democracia, con la democracia liberal, pero a la gente le gustan las elecciones y en particular, valoran la capacidad de rechazar malos gobiernos”. Con un dato adicional: incluso en los países donde ocurrieron golpes militares o leyes marciales en este siglo, las fuerzas armadas no tuvieron más remedio que convocar pronto a nuevos comicios (Ucrania y Honduras, por ejemplo).
Visto con este lente, nuestras instituciones antiautoritarias cruciales son las elecciones mismas, la no reelección en el poder ejecutivo y la suprema corte independiente. Si nos miramos en esa clave, podemos decir que el autoritarismo en el que nos movemos, es resistido por esos tres grandes fundamentos históricos, políticos y mentales sobre los que descansa, ya no la transición, sino la tradición democrática de México.
Fuente: Crónica