En el momento de la transición se formaron grupos de discusión de políticas para el nuevo Gobierno en los que se plasmó la idea de regular el cannabis y de impulsar una política de drogas orientada por criterios de salud.
Leo una nota en El País, firmada por Zedryk Raziel, cuya cabeza anuncia diferencias entre el programa de Sheinbaum y las reformas promovidas por López Obrador. Sus fuentes son la plataforma de la coalición electoral entre Morena, el sedicente Partido Verde y el Partido del Trabajo ya registrada ante el INE y declaraciones de la inefable Tatiana Clouthier y de un anónimo “integrante del grupo asesor de Sheinbaum”, ambos empeñados en marcar cierta distancia entre su candidata y el paquetazo de iniciativas de deformación constitucional que el Presidente pretende sean su legado político y el programa legislativo de su heredera, en caso de que gane la elección de junio.
Por lo visto, parte de la estrategia de la campaña de Claudia Sheinbaum es deslizar por aquí y por allá, entre ciertos círculos intelectuales –como los lectores de El País– y empresariales que, de ganar la elección, el nuevo Gobierno no sería mero continuismo del actual, que están dispuestos a negociar en el Congreso y que no consideran al pliego de mortaja presidencial un corsé rígido, un guion del que no se pueden apartar una línea. Las declaraciones del anónimo asesor son un galimatías delicioso: de los que se trata es de asumir ideológicamente, conceptualmente las iniciativas. Están a favor de esas reformas, pero eso no quiere decir que no puedan hacer ajustes. En fin, que una cosa es lo que dice la candidata en los mítines, donde profesa lealtad inquebrantable al gran líder, y otra lo que sus enviados y voceros dicen según quien los oiga.
Uno de los temas en los que dice el reportero de El País que Sheinbaum se distanciaría de López Obrador es en el de política de drogas, la cual diferenciará el tema de salud, relacionado con el combate a las adicciones y el de seguridad, relacionado con el narcotráfico. Zedryk cita la plataforma aprobada por el INE en la que se plantea la posibilidad de “transitar de lógicas prohibicionistas a marcos regulatorios de diversos estupefacientes” y la contrasta con la posición presidencial de elevar a rango constitucional la prohibición del consumo de drogas químicas y de los vapeadores.
La timorata alusión de la plataforma de la coalición Sigamos Haciendo Historia a un posible abandono del modelo prohibicionista ya no sorprende y, por supuesto, no entusiasma. Durante la campaña de López Obrador buena parte de su círculo cercano planteaba que se abandonaría el modelo prohibicionista, aunque el candidato siempre le escurrió al tema. La que después sería Secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, enarboló como programa la regulación de la mariguana. En el momento de la transición se formaron grupos de discusión de políticas para el nuevo Gobierno en los que se plasmó la idea de regular el cannabis y de impulsar una política de drogas orientada por criterios de salud. Sánchez Cordero presentó en el Senado su iniciativa de regulación, antes de dejar su escaño y trasladarse a Bucareli, como supuesta responsable de la política interior, papel que nunca jugó.
Y llegó el Plan Nacional de Desarrollo, con un párrafo que prefiguraba la política de drogas más avanzada del mundo:
“Reformular el combate a las drogas. En materia de estupefacientes, la estrategia prohibicionista es ya insostenible, no sólo por la violencia que ha generado sino por sus malos resultados en materia de salud pública: en la mayoría de los países en los que ha sido aplicada, esa estrategia no se ha traducido en una reducción del consumo. Peor aún, el modelo prohibicionista criminaliza de manera inevitable a los consumidores y reduce sus probabilidades de reinserción social y rehabilitación. La “guerra contra las drogas” ha escalado el problema de salud pública que representan las sustancias actualmente prohibidas hasta convertirlo en una crisis de seguridad pública. La alternativa es que el Estado renuncie a la pretensión de combatir las adicciones mediante la prohibición de las sustancias que las generan y se dedique a mantener bajo control las de quienes ya las padecen mediante un seguimiento clínico y el suministro de dosis con prescripción para, en un segundo paso, ofrecerles tratamientos de desintoxicación personalizados y bajo supervisión médica. La única posibilidad real de reducir los niveles de consumo de drogas residen (sic) en levantar la prohibición de las que actualmente son ilícitas y reorientar los recursos actualmente destinados a combatir su trasiego y aplicarlos en programas masivos, pero personalizados de reinserción y desintoxicación. Ello debe procurarse de manera negociada, tanto en la relación bilateral con Estados Unidos como en el ámbito multilateral, en el seno de la ONU.”
Ese fue el compromiso programático de este Gobierno oficialmente presentado al Congreso de la Unión. Por supuesto, el Presidente de la República ni lo leyó ni nunca estuvo siquiera cerca de compartir es visión. Las dos legislaturas del sexenio gastaron tiempo en discutir un proyecto de regulación del cannabis enrevesado, pero que nunca tuvo ni la más mínima posibilidad de ser aprobado, simplemente porque el Presidente no estaba de acuerdo y no lo iba a dejar avanzar.
La política de drogas de este gobierno ha sido exactamente lo opuesto a lo planteado en el PND. A pesar de la declaratoria general de inconstitucionalidad decretada por la Suprema Corte de Justicia contra la prohibición absoluta del cannabis y su consumo, la Cofepris ha aplicado el tortuguismo burocrático a las solicitudes de autorización de producción para el autoconsumo, las campañas de Conadic contra las adicciones han sido infames y, sobra decirlo, los centros de reducción de daño para usuarios de opiáceos han carecido totalmente de apoyo económico o sanitario. La política de Naloxona ha sido catastrófica y el delito de posesión simple se sigue usando como subterfugio para mandar a la cárcel a personas sospechosas de otros delitos, pero a los que no se les puede probar nada más que traer un poco más de lo permitido en la tabla de umbrales de la Ley General de Salud.
Y al final, la infamia promovida por el Presidente de prohibir el consumo –así lo dice– de drogas químicas. Los usuarios de sustancias convertidos en delincuentes por el solo hecho de tener un consumo de riesgo. Todo lo contrario del suministro de dosis anunciado en el PND, o a la reorientación de los recursos dedicados a combatir el trasiego. En la práctica, la política de drogas de este Gobierno ha sido más conservadora que la de Peña Nieto y poco se diferencia de la de Calderón.
Mientras tanto, la guerra sigue ahí, para satisfacción de las Fuerza Armadas, a las que les ha servido para concentrar un poder inaudito en casi un siglo; mientras estas tengan el control, no habrá cambio en la política de drogas. Si no se desmilitariza al Estado, el margen de maniobra de quien quiera que llegue a la Presidencia de la República, una u otra, será mínimo en ese como en muchos otros temas, empezando por la seguridad.
Fuente: Sin Embargo