La gran preocupación de López Obrador es que se marque sobre la frente de sus hijos que son traficantes de influencias, aunque eso quizá ya es un poco tarde para evitarlo.
El Presidente sangra por la herida de sus hijos. No es algo extraordinario. Sus hijos son la parte más sensible y delgada de su piel, a la que reacciona fuertemente en público y en privado. Por eso no debe extrañar que Andrés Manuel López Obrador haya iniciado esta semana con un nuevo esfuerzo de control de daños ante revelaciones periodísticas y reiterar que sus hijos mayores no son corruptos, y que su jefe de ayudantes tampoco. Está obligado a hacerlo porque si la honestidad es lo que presume y la corrupción es lo que afirma combatir, que sus hijos y cercanos sean tachados de corruptos y deshonestos contradice su narrativa y lo hace ver como mentiroso e hipócrita.
Son dos niveles en los que se mueve el presidente López Obrador, como en todo lo que hace. Uno es el público, donde defiende a ultranza a su gente y a los funcionarios, por más mediocres que sean y más alejados los tenga, porque considera que si no invierte capital político para rescatarlos de sus errores, omisiones o responsabilidades, el impacto negativo no caerá en ellos, sino en él. El otro nivel es el privado, donde ignora a quienes no le representan nada, y regaña y ajusta para administrar las crisis y desviar el conflicto.
En el caso de la presunta deshonestidad de sus hijos y sus cercanos, la forma como lo está procesando da la impresión de desconcierto por la manera como va goteando cada vez más seguido información sobre corrupción y tráfico de influencia en su círculo más íntimo, y hay señales de preocupación porque en las discusiones en Palacio Nacional no se tiene claro de dónde están saliendo las filtraciones, que motivaron una investigación de las comunicaciones de Carlos Loret, que en su noticiero en Latinus difundió los pormenores que han desquiciado al Presidente, y provocaron una cadena de reprimendas a sus colaboradores.
Públicamente tenemos lo último, dicho ayer en la mañanera, un eco de sí mismo que repite que sus hijos no son corruptos ni deshonestos, aunque llamó la atención que sólo mencionó a dos, José Ramón y Gonzalo, excluyendo a Andrés, el más cercano a él, el más involucrado en temas políticos y electorales, el principal enlace con el Presidente, y sobre quien abundan historias de presuntos negocios al amparo del poder.
En todos los casos, López Obrador dice que no hay pruebas, como tampoco aportaron, aseguró, para señalar como el enlace de sus hijos con empresarios en busca de licitaciones a Daniel Asaf, jefe de la Ayudantía presidencial, que sustituyó con los amigos de sus hijos la seguridad que daba un cuerpo de élite militar. Que presenten las pruebas, retó el Presidente a los periodistas que dieron a conocer la trama que lo tiene de cabeza.
Las pruebas que pide el Presidente están en el reportaje de Mario Gutiérrez, difundido en Latinus, a partir de una serie de audios de Amílcar Olán, íntimo amigo de Gonzalo y Andrés, que ha ganado millones de pesos con el Tren Maya y la venta de medicinas, donde detalla el papel de Asaf como el enlace con funcionarios de primer nivel del gobierno de López Obrador, para el tema de las licitaciones de obra pública, y con quien puede negociar y hablar directamente con aquellos que pueden otorgarle los contratos.
La revelación de los audios provocó cajas destempladas en Palacio Nacional, por las recriminaciones que hizo directamente López Obrador a Asaf la semana pasada, al reprocharle que fuera tan descuidado en sus conversaciones telefónicas, rechazando su explicación de que no lo había sido, y que hablaba únicamente en claves. El Presidente decidió bajar el perfil de su jefe de ayudantes y es posible que desaparezca del escrutinio público en los próximos días, como también ha sucedido con sus hijos, incluido el extravagante José Ramón con sus fotos y discusiones en las redes sociales.
En Palacio Nacional hay un control de daños, no sólo por lo revelado hasta ahora, sino por lo que temen que pueda salir más adelante. No tienen claridad ni certeza de dónde está saliendo la información –el reportero Gutiérrez no es el único que ha estado aportando información de alta calidad sobre la presunta corrupción en el círculo íntimo de López Obrador–, y así como sospechan que haya salido del interior del gobierno –de ahí la intercepción de las comunicaciones de Loret–, también presumen que haya salido de los Guacamaya Leaks.
Esa incertidumbre genera más temor porque no saben qué podría ser revelado en el futuro inmediato. Varias áreas del gobierno están trabajando para determinar el origen de los audios, y desde hace varias semanas se han elaborado documentos donde se presentan aquellos temas cuya divulgación sería embarazosa y delicada de llegar a la opinión pública y perjudicar la narrativa del Presidente.
La gran preocupación de López Obrador es que se marque sobre la frente de sus hijos que sean traficantes de influencias, aunque eso quizás ya es un poco tarde para evitarlo. La relación oscura de su hijo José Ramón con Daniel Chávez, el propietario del Grupo Vidanta, muy cercano al Presidente, fue lo primero que comenzó a generar la percepción de tráfico de influencias. Las recientes revelaciones sobre Gonzalo reforzaron esa idea. Todos los señalamientos en torno a los presuntos negocios de Andrés refuerzan lo que cada vez se asienta más en el imaginario colectivo sobre la corrupción en el corazón del proyecto de López Obrador.
Es visible la intranquilidad que reina en Palacio Nacional por las reacciones cada vez más encendidas del Presidente para tratar de atajar las imputaciones y desviar la conversación, y las acciones emprendidas para encontrar el origen de la fuente que está entregando los audios. Todo indica que la sangre que está saliendo de la herida de López Obrador no va a parar, y que en estos tiempos electorales, como bien lo dice, más pruebas incriminatorias irán apareciendo y lo lastimarán cada vez más, porque como muestran las encuestas, la idea de que su gobierno es corrupto está creciendo.
Fuente: El Financiero