Para Sergio García Ramírez.

Referente en la defensa de los derechos humanos, jurista probo y honesto, maestro de generaciones y compañero en la defensa de la democracia.

Sobre el significado, la función y el sentido de la política se han escrito ríos de tinta. No pretendo hacer un recuento pormenorizado de uno de los temas centrales de la historia del pensamiento político, sino tratar de delinear los trazos fundamentales de lo que debemos entender como política en un sentido democrático y, en términos opuestos, en un sentido autocrático.

Pocos como Bernard Crick han definido con tanta claridad el significado de la política en términos democráticos. Para Crick (autor del clásico libro En defensa de la política), el actuar político no se reduce a la lucha por el poder en una sociedad o por el mero ejercicio del poder público (precisamente lo que llamamos poder político), sino que representa una actividad dedicada al entendimiento entre quienes piensan distinto, a la construcción, haciendo un énfasis en las eventuales coincidencias, de puntos de acuerdo, a conciliar posturas en el contexto de pluralidad de opiniones y puntos de vista que caracterizan a las sociedades modernas.

Así entendida, la política parte de la premisa de que en todo conglomerado humano existen diferentes posturas, perspectivas y valoraciones sobre los asuntos comunes a cada una de las cuales debe reconocérsele, de entrada, un mismo valor y dignidad. Ello no significa, de ninguna manera que las mismas no puedan discutirse, ponderarse o criticarse, sino que ninguna de esas opiniones puede descalificarse de entrada. En ello radica la lógica de la tolerancia como valor inspirador de la democracia. Todo el mundo tiene el derecho de formarse su propia opinión, de expresarla, de defenderla públicamente y de merecer por ello respeto por parte de los demás. En democracia nadie está obligado a pensar de cierta manera impuesta por otros (esa es la característica, justamente, de su forma de gobierno opuesta, la autocracia), sino que tiene el igual derecho de sostener sus criterios y convicciones. En eso consiste la libertad, entendida como autonomía, que sustenta el funcionamiento de la democracia y es sólo a partir de esa base de tolerancia recíproca que la convivencia social puede ocurrir de manera pacífica civilizada.

Pero existe otro modo de concebir a la política, que es propio de la mentalidad autoritaria y sobre la que se fundan las formas de gobierno antidemocráticas (las autocracias). Se trata de la política entendida como la contraposición amigo-enemigo, que implica la identificación del “contrario” (el enemigo), su negación y la lucha en su contra, en el sentido que, con claridad meridana expresaba Carl Schmitt (en su libro El concepto de lo político). Desde esta perspectiva la política es entendida como el reconocimiento de quien piensa igual a nosotros, la creación de vínculos de identidad y de homogeneidad entre iguales (el identificarse como “pueblo”) y la descalificación y combate de quien disiente o se contrapone a nosotros.

Lo que ha venido ocurriendo en los años recientes —y particularmente con el actual gobierno—, es un ejercicio de la política en un sentido autocrático, y no me refiero únicamente al discurso oficial de polarizar y de dividir a la sociedad entre quienes están con el “pueblo” (como si éste fuera algo compacto y homogéneo y no el conjunto plural y diverso de individuos que componemos la sociedad mexicana) y sus “enemigos” (que, por ese solo hecho, es de por sí autoritario), sino al modo de hacer política. En efecto, la política no se ha entendido por el oficialismo y su partido como el esfuerzo constante por construir consensos a partir de la ponderación, la discusión y el entendimiento de las posturas diferentes en el proceso de toma de las decisiones colectivas, sino como la imposición y el agandalle que les permite el ser hoy mayoría (que, como la historia enseña, siempre es efímera y coyuntural).

Así lo demuestran, entre una infinidad de ejemplos, la presentación por parte del presidente al Senado de ternas de candidatas a la SCJN con perfiles que eran inaceptables para la oposición y que terminó con la primera designación, por dedazo, de una “ministra del presidente”, o bien la fallida intentona de ratificar a una fiscal en la CDMX a pesar de no contar con los votos en el Congreso local.

Digamos las cosas con sus letras: imponer en vez de consensuar, pretender avasallar en lugar de construir acuerdos es algo propio de autoritarios, de quienes entienden la política en un sentido autocrático.

Fuente: El Universal