Lo grave es la discrecionalidad y arbitrariedad con la que actúa la mayoría morenista.

La “autonomofobia” que caracteriza las tendencias autocráticas de la sedicente “cuarta transformación” hoy centra sus baterías en el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.

Dos son las modalidades de esta nueva ofensiva en contra del TEPJF: por un lado, la omisión en designar a dos de los siete magistrados que deben integrar a la Sala Superior (que se suma al retraso de más de un año y medio en el nombramiento de una magistratura en cada una de sus cinco Salas Regionales); y, por otro lado, el amago de recorte para el ejercicio de 2024 de más de 767 millones de pesos, el 20% del presupuesto operativo solicitado por el Tribunal para hacer frente al año electoral, que en estos momentos se discute en la Cámara de Diputados.

El pasado 31 de octubre terminaron su encargo dos magistrados de la Sala Superior y a pesar de que la SCJN había remitido al Senado, en tiempo y forma, dos ternas con sus propuestas para sucederlos, el pleno de la Cámara Alta ha sido omisa en hacer las designaciones correspondientes. Peor aún, hay quien especula que también en este caso se aplicará la reiterada y ominosa estrategia gubernamental de no hacer los nombramientos con el objeto de debilitar al órgano respectivo por la sobrecarga de trabajo que implica trabajar con menos integrantes y para mermar su legitimidad al no estar debidamente integrado.

La omisión es grave, por dos razones: primero, porque la falta de estos dos nombramientos eleva el número de designaciones incumplidas por parte del Senado a 139 cargos en 19 instituciones (como lo señaló hace unos días Julieta del Río Venegas, comisionada del INAI, órgano aquejado por la falta de tres de los siete integrantes de su pleno). Ello evidencia no un descuido, o la incapacidad —sobrada y manifiesta— de la mayoría morenista de construir acuerdos, sino una estrategia deliberada para debilitar a las instituciones del Estado, sobre todo a los órganos de control, y avanzar en la autocrática estrategia de concentración del poder en manos del Poder Ejecutivo.

Segundo porque es la primera vez que la Sala Superior enfrenta un proceso electoral estando incompleta (ya había ocurrido en el proceso comicial de 2012 que el IFE tuviera una integración trunca debido a la falta de consensos, pero ante la evidencia de los riesgos que ello producía, se procuró un esfuerzo adicional para hacer los nombramientos; entonces se trató de algo extraordinario, hoy es parte de la normalidad que la mayoría oficialista ha impuesto), y eso abre la puerta a una situación indeseable en términos de la legitimidad de las elecciones que vienen.

En efecto, la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación establece en su artículo 167, que, para calificar validez de la elección presidencial, la Sala Superior debe sesionar con la presencia de al menos seis de sus siete magistrados. Es cierto que el mismo precepto dispone que ante las vacantes definitivas, en tanto se hace la designación respectiva, la ausencia será cubierta por el o la magistrada decana de entre quienes integran las Salas Regionales, lo que salvaría el tema de legalidad de la calificación de la elección de la próxima Presidencia de la República, pero también es cierto que la legitimidad de la misma se vería comprometida porque el órgano calificador no está integrado como lo establece la Constitución, abriendo la puerta a descalificar el entero proceso.

Por otra parte, respecto a la reducción presupuestal que busca imponérsele, el presidente del Tribunal Electoral ha señalado de manera enfática y reiterada la gravedad del recorte (lo que contrasta con la pasividad y docilidad que ha mostrado su contraparte en el INE) y el riesgo que ello supone para la impartición de justicia y la resolución de los conflictos producto de la elección del próximo año. Ello ha llevado a algunos legisladores oficialistas (experimentados extirpadores de presupuestos de los órganos que le resultan incómodos al presidente), a señalar que van a reconsiderar si reducen el recorte que fue votado por el pleno de la Cámara, y que podrían ajustarlo mediante las reservas hechas al proyecto que aún están pendientes.

Más allá de que la reducción planteada se concrete o se reduzca, lo grave es la discrecionalidad y arbitrariedad con la que actúa la mayoría morenista y que la definición del presupuesto se ha convertido en un instrumento de amago a quien no se les somete.

Fuente: El Universal