Como un gesticulador contemporáneo, Zaldívar logró venderse como un Ministro progresista y audaz en sus ponencias sobre casos controvertidos, mientras presumía de su independencia política y de su férrea defensa de la separación de poderes.

El Gesticulador, de Rodolfo Usigli, es un icono de la dramaturgia mexicana del siglo pasado, que explora las complejidades de la identidad, la manipulación y el poder político en el trasfondo de la Revolución Mexicana. Aquella tragicomedia satírica sigue la travesía de un individuo que se hace pasar por el legendario héroe revolucionario César Rubio y se aprovecha de la confusión y la necesidad de mitos en la sociedad de la época. 

Un Usigli de nuestro tiempo podría echar mano de la biografía pública de Arturo Zaldívar para construir un personaje análogo al del profesor que se inventa su propia biografía heroica. Como un gesticulador contemporáneo, Zaldívar logró venderse como un Ministro progresista y audaz en sus ponencias sobre casos controvertidos, mientras presumía de su independencia política y de su férrea defensa de la separación de poderes, después de una carrera como abogado postulante en materia constitucional, aunque a partir de su llegada a la presidencia de la Suprema Corte de Justicia se haya descarnado, igual que el personaje de Usigli, como un ambicioso megalómano, ávido de poder que usó su cargo no para defender la Constitución y ejercer sus facultades como limitante del poder absoluto, sino para congraciarse con el Presidente de la República y buscar acomodo para sus ansias de protagonismo.

Le dejo a los psicólogos de la política y a los psiquiatras interesados en las personalidades del poder el análisis del narcisismo de un personaje que se infantiliza en Tik Tok y que, a los 64 años hace alarde de gustos musicales de adolescente. A mí sólo me ha parecido ridículo, chabacano, un hecho menor frente a la indignación que me causa el daño que le ha hecho el todavía Ministro a la construcción de un Poder Judicial prestigiado y autónomo en un país que ha carecido a lo largo de su historia de una judicatura proba e independiente.

Zaldívar se ha vanagloriado de ser un gran innovador en materia de interpretación constitucional. Pudo, entonces, usar su cargo como presidente del tribunal supremo del país para fortalecer la separación de poderes y para impulsar su pretendidamente novedosa visión del derecho, de la que tanto alarde hizo en sus tesis más vistosas, cuya importancia no se puede negar. En cambio, desde el primer momento se mostró abyecto y entreguista.

Alguna sesuda comentarista, que se las da de muy sagaz, llegó a decir que la obsecuencia del entonces presidente de la Corte con López Obrador era una estrategia para lidiar con los modos presidenciales y salvaguardar a la Corte de los humores autocráticos del querido líder. Nada de eso. Con su renuncia inconstitucional y su aparición a lado de la heredera designada, Zaldívar se ha mostrado de cuerpo entero como un mequetrefe acomodaticio, deseoso de llamar la atención y subirse al barco del que augura será el próximo Gobierno, aunque pase por encima de todos los preceptos que supuestamente defendió a lo largo de su carrera. 

La conducta de Zaldívar da grima, no por su persona, a final de cuentas irrelevante, sino por lo mucho que muestra de la podredumbre de la política mexicana y el estado calamitoso de nuestro arreglo institucional. El Poder Judicial ha estado, durante casi toda la vida independiente de México, subordinado en la práctica al Ejecutivo, por más que los sucesivos textos constitucionales lo hayan considerado independiente. La Constitución de 1857 lo llegó a politizar al grado de otorgarle al presidente de la Suprema Corte el papel de relevo del Presidente de la República en caso de falta de este. Pero más allá de la letra de la Constitución, desde el Pofiriato al menos, los sucesivos jefes del Ejecutivo se las apañaron para controlar a la Corte y, con ella, someter al conjunto de la Judicatura a sus designios, de manera que las decisiones judiciales no fueran otra cosa que una extensión de su voluntad política.

Durante la época clásica del régimen del PRI, los ministros de la Corte y, sobre todo, su presidente, eran unos más entre los empleados nombrados a dedo por el Jefe del Ejecutivo, poder omnímodo de la autocracia sexenal. Su relevancia radicaba en que eran la cúspide del sistema clientelista que garantizaba la docilidad y la disciplina de los magistrados y jueces que formaban parte de la estructura piramidal con la que se simulaba la justicia en el país.

La reforma a la Suprema Corte impulsada por el Presidente Zedillo en 1995, como parte del pacto político que dio paso a la democratización, le otorgó un nuevo carácter a la Suprema Corte al convertirla en un tribunal de constitucionalidad. También entonces se creó el Consejo de la Judicatura, como un nuevo órgano para la administración de la carrera judicial, que rompiera con las redes de clientelas en el nombramiento y promoción de los jueces y magistrados federales. La reforma, con sus limitaciones y defectos, fue un paso muy importante en la construcción de un auténtico poder constitucional del Estado, contrapeso del Ejecutivo y del Legislativo. 

Zaldívar se presentó, en su momento, como paladín del nuevo arreglo y dedicó su carrera al litigio de temas de constitucionalidad de acuerdo a las nuevas reglas, lo que le valió que Felipe Calderón lo propusiera hace 14 años como Ministro. Desde el principio mostró su gusto por los reflectores y actuó de cara al público pero, sin duda, algunas de sus tesis y ponencias resultaron innovadoras y contribuyeron a hacer avanzar derechos y reparar injusticias, como la cometida contra Florence Cassez. Sus argumentos sobre el libre desarrollo de la personalidad en el caso de los amparos respecto al uso adulto del cannabis son estimables, pero resulta ridículo que ahora los use para justificar la gravedad de su renuncia, según expresó ayer en una entrevista con Ciro Gómez Leyva, donde parecía decir que la causa grave por la que renunciaba es que el cargo ya no lo hace ya feliz.

Con su renuncia, Zaldívar traiciona todo compromiso con la autonomía judicial, pues es evidente que lo hace para abrir la posibilidad de que López Obrador nombre a un sustituto leal, aunque sea en el momento final de su poder. Lo hace, también, para congraciarse con quien cree que ganará la Presidencia en 2024 y servirla de manera lacayuna, como ha mostrado que le gusta. Pero su renuncia no procede legalmente y el Senado tiene la obligación de rechazarla, aunque el Presidente de la República, como acostumbra, viole la Constitución y la acepte.

Fuente: Sin embargo