La etimología nos ofrece, creo yo, una de las mejores pistas para combatir a la corrupción: su origen latino alude a la ruptura deliberada de algo que, por ese motivo, pierde su naturaleza. Lo corrompido deja de ser lo que fue o lo que pudo haber sido, para volverse otra cosa: algo que se rompe, pero no desaparece. Lo que fue no deja su sitio a otra cosa, sino que conserva algún rasgo de sus orígenes, traicionándolos.
Pero el complemento de esa etimología nos ha confundido, pues esa ruptura con la naturaleza original de las cosas no sucede espontáneamente sino que se produce por la intervención de alguien o de algo que se le opone y que cuenta con el poder suficiente para alterar sus orígenes, su sentido o el uso que la cosa corrupta habría tenido si hubiera logrado evolucionar de conformidad con sus propios orígenes. Lo corrompido no se rompe por sí mismo, sino porque una fuerza extraña y ajena quiso (y logró) corromperlo. No es trivial que el diccionario de la lengua española identifique así lo corrupto con lo dañado, con lo perverso y con lo torcido.
Digo que esa otra parte nos ha confundido, porque al llevar este término a las relaciones políticas hemos puesto la mayor atención en el corruptor y nos hemos olvidado cada vez más de las cosas que se han corrompido. La mayor parte de las leyes que tenemos a mano quieren inhibir la acción de quienes corrompen: imponen reglas y disponen castigos más o menos severos para quienes pretenden romperlas. Fijan la idea de la responsabilidad como sinónimo de la culpa: los corruptores son responsables en tanto que son culpables de haber torcido el curso de una disposición o de una política establecida. Y planteado de esa manera, se asume también que la sola inhibición de los corruptores acabará con la corrupción.
En cambio, hemos puesto menos atención en las cosas que ya están corruptas, en las rutas que han seguido después de romper su curso inicial y, mucho menos aún, en los medios para volverlas a su estado de origen. En la dupla que forman la cosa corrupta y el corruptor, hemos preferido perseguir al segundo y hemos hecho la vista gorda con la primera. Comprendo la complejidad del reproche —que alude incluso al sentido original del derecho— pero no puedo dejar de advertir la diferencia y aun la contradicción que hay en el objetivo de perseguir corruptos desde un sistema ya corrompido.
Se ha dicho mil veces que el peor enemigo de la corrupción, una vez cometida, es la impunidad de los corruptores. Y es cierto. Pero es falso que los territorios de quienes corrompen y de quienes castigan estén separados, cuando toda la evidencia disponible demuestra que el problema de fondo está en el abuso del poder concedido. No hay buenos y malos, sino individuos que se corrompen y cursos de acción corrompidos. Por supuesto que los primeros deben ser castigados, pero los segundos deben ser observados y corregidos. Si la lucha contra la corrupción se limita a la búsqueda del castigo y nada más, los cursos de acción corrompidos habrán perdido su naturaleza inicial para siempre.
Y lamentablemente, hay muchas formas de dañar, pervertir y torcer la naturaleza de las decisiones que alguna vez persiguieron propósitos dignos. De modo que al descuidar esos objetivos en aras de perseguir a los corruptores, el riesgo inminente es que a la postre nadie recuerde para qué se les perseguía. O dicho de otra manera: que se piense que castigando a los malos volveremos, sin más, a tener magníficas leyes, órganos impecables y políticas excelentes.
Para decirlo del modo más simple: la etimología de la corrupción nos convoca a defender la naturaleza original de las decisiones que nos afectan a todos. A no dejar que se rompan deliberadamente, hasta perder todo sentido. Sólo así será posible, además, identificar y castigar a los corruptores.
Investigador del CIDE