Y como ya no había conductas antisociales ni aspiracionismo de nada, todos se reconciliaron con su conciencia y amaron al prójimo y empezaron a ser felices
Pusiesque había una vez un rey muy amoroso de su pueblo, pero atribulado porque al reino lo amenazaba gente mala que podía llevarlo a la debacle.
Fue así que un día de mayo el rey decidió moralizar las cosas. Convocó cámaras y micrófonos a sus aposentos de palacio y anunció, con voz clara y pausada, “de que ha llegado la hora de dejarse de politiquería, ambiciones vulgares, individualismo, materialismo egoísta”, por lo que urgió al pueblo a rechazar “el dinero, lo material, el triunfar a toda costa sin escrúpulos morales de ninguna índole”.
El pueblo, hallado en culpa, lo escuchaba cabizbajo. El rey agregó que no podía “dejar de insistir en que la enseñanza mayor es no dejar de moralizar”, “no dejar de insistir en que sólo siendo buenos podemos ser felices; no dejar de insistir que la felicidad no es la riqueza, los bienes materiales, sino estar bien con nosotros mismos, con nuestra conciencia, con el prójimo.”
Sí, había dicho eso muchas veces, pero esta vez las palabras emanaron de su garganta infusas de intensa emoción, vibrantes de esperanza anhelante, templadas con una dulzura apenas tocada de paternal impaciencia. Y esta vez los súbditos lo escucharon con atención inédita.
El rey manifestó su desprecio a quienes creen “que quien nada tiene nada vale, todo eso que impulsaron en el modelo neoporfirista, el aspiracionismo la ropa de marca, el lujo barato y la cheyene apá, todo eso”, e invitó a buscar mejor “el bienestar del alma, a entender que la felicidad no es lo material, no es el dinero”. Y a todo esto lo llamó “una nueva corriente del pensamiento” consistente en “que se atienda a los jóvenes, que haya trabajo, que haya bienestar, que haya esperanzas, que nadie se vea obligado a tomar el camino de las conductas antisociales”, pues “el mal hay que enfrentarlo haciendo el bien.”
Una onda expansiva de luz, una como oleada de sosiego descendió del empíreo y empapó al reino. Y el rey se puso como ejemplo diciendo desde el trono: “Nunca he tenido como objetivo acumular bienes materiales. La verdadera felicidad es estar bien con uno mismo, estar bien con nuestra conciencia y estar bien con el prójimo y doy gracias a la vida que me ha dado tanto.”
Y fue entonces que ocurrió el milagro. Encendidos por un súbito entusiasmo, los súbditos escucharon el llamado y, sin tener siquiera que ponerse de acuerdo, optaron todos por, en lo sucesivo, rechazar al mal y hacer el bien.
Los ricos distribuyeron su riqueza entre los pobres; los políticos abjuraron de su politiquería; los materialistas se hicieron idealistas; los egoístas se convirtieron en altruistas, los individualistas en colectivistas, los ambiciosos vulgares en ambiciosos refinados, los carentes de escrúpulos morales de ninguna índole consiguieron escrúpulos morales de alguna índole, los que tenían ropa de marca le quitaron la marca y los que tenían Cheyene las convirtieron en tractores para construir trenes y refinerías.
Y como ya no había conductas antisociales ni aspiracionismo de nada, todos se reconciliaron con su conciencia y amaron al prójimo y empezaron a ser felices y atestiguaron cómo el bienestar se les empozaba para siempre en el alma.
Y ya no hubo necesidad de tener científicos ni educación ni partidos políticos ni separación de poderes ni, para el caso, más poder que el del rey. Y si alguien seguía neceando con individualismos egoístas pues venía el ejército y lo moralizaba en caliente.
El reino fue el más feliz del mundo y el rey siguió siendo rey para siempre, y todos le dieron gracias a la vida por haberles dado tanto.
Y siacabuche.
Fuente: El Universal