Ni la lealtad a un político, el cálculo de rentabilidad electoral de corto plazo o el oportunismo disfrazado de austeridad pueden ser excusa para no cumplir con la obligación que tiene el Senado de designar a los integrantes del pleno del INAI.
En los últimos días se ha planteado reiteradamente la pregunta ¿para qué sirve el INAI? La respuesta es simple: el INAI –o, mejor dicho, el entramado de instituciones, normas y procesos construidos para garantizar el derecho de acceso a la información, del cual el INAI es la pieza central– sirve para empoderar a la ciudadanía frente a los gobernantes.
En una democracia, las y los ciudadanos no somos meros espectadores de lo que hacen los gobiernos ni los actores políticos. El gobierno democrático no se reduce al momento electoral. Las y los ciudadanos no solo nos activamos frente a la urna. La democracia no se acaba en el proceso de definir quienes nos gobiernan. En otras palabras, en una democracia la ciudadanía participa en decidir quiénes nos gobiernan (el acceso al poder), pero también incide en cómo lo hacen (el ejercicio del poder) y en cómo rinde cuentas (el control del poder).
El papel de una ciudadana o de un ciudadano no es solo el de ser votante. Una vez que se elige a quiénes serán sus gobernantes comienzan varias interacciones: como solicitante frente a una ventanilla, como contribuyente al pagar los impuestos, como paciente en un hospital público o madre de familia en una secundaria, beneficiario de un programa social o integrante de un comité de contraloría social. En todas esas interacciones, su capacidad para incidir en el ejercicio del gobierno, para ejercer sus derechos, para conocer cómo se toman las decisiones o cómo se utilizan sus recursos, dependerá de la información con que cuente. ¿Puede conocer las reglas de operación de un programa o los padrones de beneficiarios? ¿Tiene acceso a los datos agregados sobre el gasto en medicamentos o la distribución geográfica del personal de la salud? ¿Puede obtener documentación sobre los contratos de una obra pública que se está realizando en su colonia? Etcétera.
Hasta hace poco tiempo –poco más de dos décadas– la respuesta a todo ello era un no rotundo. Las premisas de la interacción entre gobierno y ciudadanía eran que la información pública era del gobierno, que los funcionarios debían cuidar el secreto administrativo y que nosotros –los gobernados– no teníamos derecho a pedir información puntual y que los periodistas solo deberían tener acceso a la información que los poderosos quisieran compartirles. Esto moldeaba las prácticas periodísticas –donde el acceso a la información pública era esencialmente por boletines emitidos por los gobiernos, entrevistas dadas por los políticos o filtraciones–, la lógica de la investigación académica –donde el análisis de los asuntos públicos era con base en las leyes, los planes, los informes y las entrevistas que llegaran a conceder los funcionarios, pero no los detalles del ejercicio presupuestal ni de la toma de decisiones o sus resultados– y, de manera más grave, en la práctica de la ciudadanía: las personas podían exigir menos porque no tenían información; tenían menos oportunidades de ejercer sus derechos y, frente a los funcionarios que tenían el control de la información, estaban siempre en condición de franca desventaja.
Las reformas legales y constitucionales en materia de transparencia cambiaron la ecuación desde hace 20 años. Al igual que otras reformas que siguieron a la irrupción del pluralismo en la vida pública, estas reformas eran restricciones que limitan a los gobiernos, pero empoderan a las y los ciudadanos. Y, al hacerlo, tienen el potencial de llevar a mejores gobiernos o, si queremos verlo con una mayor dosis de escepticismo, sirven para detectar los abusos de los gobernantes y reducir las posibilidades de malas decisiones, desvíos o daños a las personas o las comunidades. Estas restricciones limitan la autoridad discrecional de los políticos y por tanto empoderan a las personas.
En una democracia, los ciudadanos deberíamos poder conocer toda acción gubernamental, no solo aquella que un político o una funcionara considera conveniente o seguro compartir en una conferencia, en un boletín o en tiktok. Este arreglo, desde luego no le gusta a los gobernantes: no le gustaba a los de antes y no le gusta a los de ahora. No gusta en Turquía, en Reino Unido ni en México. Por eso es importante que haya leyes e instituciones que no dejen el acceso a la información pública sujeto a la voluntad del gobernante en turno. En nuestro caso, la solución que como país nos hemos dado es el INAI y el sistema nacional de transparencia.
Pero no solo bastan las reglas y las instituciones sino también importan los estándares y las herramientas tecnológicas. Y aquí la Plataforma Nacional de Transparencia –que esta semana celebró siete años de existencia–es muestra del efecto empoderador de esos estándares. La reforma constitucional que creó al INAI sirvió también para crear mínimos comunues y una vía uniforme para obtener información de oficio. Esto, quiero señalarlo, no era lo usual. En 2010, cuando desde el CIDE levantamos la Métrica de Transparencia encontrábamos que “existen asimetrías que se identificaron tanto en la calidad de los portales, como en los procedimientos de acceso y las capacidades institucionales a lo largo del país. Estas asimetrías generan que, en un mismo estado y bajo la misma ley, diferentes sujetos obligados se comporten de manera diversa, en ocasiones con altas calificaciones, en otras con notables deficiencias. Visto de otra manera, un ciudadano se enfrenta a situaciones muy distintas en el ejercicio del derecho a la información dependiendo de la entidad federativa, de la dependencia pública y del tipo de información que solicite”. Las personas requerían entrar a muchos portales, con distintos sistemas, contraseñas y procesos para obtener información que tenía características de calidad y periodicidad en función de 32 leyes distintas y criterios definidos desde cada sujeto obligado.
Años después hay nuevos retos (los gobernantes siguen siendo creativos al imaginar formas de evadir responder las solicitudes de información o cumplir las obligaciones), pero sí hay ya estándares compartidos, lineamientos, y un solo espacio –la Plataforma Nacional de Transparencia– donde las personas encuentran esa información.
Esto ha sido útil a periodistas y académicos, a organizaciones y a partidos políticos, pero lo más importante es que ha sido crucial para la ciudadanía. Y por eso hay que recordar que la capacidad que tiene el INAI para garantizar el derecho de acceso a la información es una conquista ciudadana, que ha logrado acotar el ejercicio discrecional del poder y de la información. Ahora ya no son los gobernantes quienes deciden qué información dar a conocer ni cuándo.
Ante la conquista –porque es eso: una conquista ciudadana, no un regalo de los gobernantes– del derecho de acceso a la información, la ciudadanía ganó y el poder público se vio acotado en su discrecionalidad para decidir qué información da a conocer y cuál no. Este derecho, el diseño institucional para garantizarlo y las obligaciones de cada parte del Estado para su cumplimiento están en la constitución. Mientras sigan en la constitución, es obligación de todos los actores políticos hacerlos funcionar.
Ni la lealtad a un político, el cálculo de rentabilidad electoral de corto plazo o el oportunismo disfrazado de austeridad pueden ser excusa para no cumplir con la obligación que tiene el Senado de designar a los integrantes del pleno del INAI. No se trata de defender un puesto, una institución o una diseño legal por sí mismos, sino por su importancia para asegurar que el sistema nacional de transparencia continúe empoderando a la ciudadanía, aunque a los políticos esto les sea incómodo.
Fuente: Animal Político