La fragilidad institucional ha pavimentado el ascenso de líderes mesiánicos y populistas, que han hecho de la representación ciudadana una quimera y de la autocracia su verdadero propósito, centralizando el poder político, sin admitir cuestionamiento alguno.

La cristalización de la autocracia y el secuestro de la democracia son dimensiones intrincadas del escenario político. Su radiografía es clara: sometimiento de sectores económicos, culturales y sociales, y ejecución de acciones que violan el espíritu de la ley, en aras de un supuesto combate a la corrupción y a la impunidad.

Entroniza en esta realidad el flagrante uso del terror político. La reducción del financiamiento público a los partidos políticos, con la clara intención de aniquilar su función en la conducción social; la descalificación de las Organizaciones de la Sociedad Civil (OSC); así como la indolencia y apatía ciudadana, que son el germen que explica la desnaturalización de la política, hoy sustituida por el mesianismo populista.

El escenario nacional es dantesco y advierte tiempos difíciles, porque el derecho ha sido suplantado por la veleidad política. Aquí, la retórica del discurso machaca la cantaleta de los enemigos del gobierno; se supedita la democracia al recurso de la legitimidad ciega, aquella que hace de la mayoría parlamentaria, la tiranía de la curul; se reduce la participación ciudadana a prebenda de programas sociales que trasgreden la voluntad en apoyo partidista; y se amenaza con “acudir a la facultad que tiene el Estado para proteger el interés nacional”.

Estas anomias de la autocracia, habitualmente investidas de “representatividad política”, son la otra cara del populismo, donde la irresponsabilidad del poder público trasciende en una cadena reactiva de decisiones, que al garete o sobre la marcha, pretenden dar curso a transformaciones sociales, al igual que los anhelos frustrados del autócrata, que históricamente, guiaron su conducta y proceder.

En este sentido, la autocracia esgrime dos estrategias de control político para socavar la democracia y avasallar las fuerzas políticas y sociales. En primer término, centraliza los poderes públicos paraobstruir la dinámica social, lo cual ocurre disfrazando las acciones de gobierno con legislaciones a modo, para reforzar el control vertical del Estado, en manos del autócrata. La segunda fase es el ataque frontal a las minorías, que se expresa en el control y sometimiento de empresarios, intelectuales, académicos, estudiantes y Organizaciones de la Sociedad Civil, con lo cual se fragmenta y atomiza la oposición.

En los entretelones de este control y sometimiento político, la autocracia impulsa la beligerancia de Estado, que con pruebas o sin ellas, utiliza la acusación y persecución política y hace del utilitarismo judicial, la espada escrutadora que vuelve a cualquiera, enemigo del gobierno.

Carl Schmitt planteó este escenario de manera magistral: “el monstruo es siempre el enemigo político”, por ende, la malformación política cobra vida en los perseguidos del Estado, donde el Rey Sol, decreta quien debe o no ser investigado, exista o no razón jurídica para ello.

Hemos vuelto a las prácticas de Luis XIV, donde “el Estado soy yo”. Lo aberrante y paradójico de la metáfora, es que es verdad. La omnipotencia del autócrata deambula desde la madrugada en la retórica comunicacional y cesa al ponerse el sol, con los últimos comunicados de prensa, aquellos que se publican desde la oscuridad y en sigilo, para que al despertar estén perpetrados.

En este atropello a la democracia y a los demócratas, no sólo son los pasos de Donald Trump los que deben preocuparnos. También tenemos en casa esta lapidaria realidad que debe advertirnos que no es el tamaño del Estado o el poder del Estado el que hace al autócrata, sino la miopía e inopia política de las fuerzas democráticas, que en su inmovilismo permiten las tropelías del ejercicio público, en el poder omnímodo del que sólo se representa a sí mismo.

Amarga derrota ha sufrido nuestra democracia, que en el extravío de la política, los políticos sucumben ante los usos y dichos verticales del Estado, sin que la conciencia social impida que los abusos del poder se erijan en la herencia maldita del atropello y la injusticia.

¿Qué debe hacer el pueblo para defender la democracia de la autocracia representativa?

La participación ciudadana es el antídoto de la perversión pública. Le otorga un poder orgánico a la cultura política, moviliza a la sociedad desde la conciencia significativa, aquella que no se compra con programas sociales ni se confunde en la retórica mañanera, que pilla dormidos a aquellos que no perciben el valor y la virtud de las instituciones, por encima de la autocracia ensoberbecida de poder.

Pero ni la tarea ni la responsabilidad concluyen aquí.

Los partidos políticos se convirtieron en ínsulas odiosas de poder, dándoles la espalda a los ciudadanos. Son los responsables de encumbrar a la autocracia, que encubierta como fuente mesiánica pretende hacer de México (predicando desde el púlpito) la tierra prometida que sólo existe en la imaginación; pero donde las cifras y la visoría programática del Estado son muy distintas, aunque el autócrata las maquille con otros datos.

No podemos consentir esta política cosmética que embellece desde las redes sociales las acciones fallidas del gobierno.

La raíz del problema implica entender que el ejercicio de gobierno, apegado a la planeación, debe cifrarse en la inteligencia institucional y social, en el equilibrio del juego de pesos y contrapesos, donde los poderes públicos, los partidos y actores políticos y la ciudadanía, tienen voz, corresponsabilidad y por sobre todas las cosas, conciencia nacional que edifica la verdadera democracia

No podemos perder el rumbo, porque la Nación requiere compromiso social e inteligencia democrática. Ver claro en tiempos oscuros es un esfuerzo del intelecto, porque un ciudadano cegado por la retórica del autócrata, está condenado al neoesclavismo gubernamental, donde su voluntad soberana ha sido secuestrada y sustituida por la verticalidad en la toma de decisiones del gobierno.

De esta ruina debe emerger la luz de la dignidad ciudadana. Ahora sólo falta elevar la conciencia, la razón y el compromiso político para volver al camino.

Agenda

  • La violencia de género ha puesto en las calles a las mujeres para defender sus derechos y exigir del Estado una respuesta expedita a los graves ataques impunes, que arrojan en 2019, mil 812 feminicidios y homicidios dolosos contra mujeres y niñas, a los que se suman dos mil 586 casos de abuso sexual y mil 895 de violación, sin que hasta ahora exista una estrategia clara del gobierno para terminar con este flagelo social.

Twitter: @Esteban_Angeles        

Facebook: http://facebook.com/estebanangelesc

Blog: http://bit.ly/2pTqHZU

Correo: angelesceron@hotmail.com