INTRODUCCIÓN
En México hay 53.4 millones de personas en situación de pobreza, según el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), en la Medición de Pobreza de 2016. Esta situación es aún más grave en ciertos grupos poblacionales (77.6% de las personas hablantes de lengua indígena se encuentran en condición de pobreza) o regiones (en Chiapas, tres cuartas partes de la población padece este fenómeno). Es un problema reconocido, medido y para el cual el Estado mexicano ha dedicado cada vez más recursos (el gasto social ha crecido sostenidamente en las últimas décadas) y
más programas sociales (Cortés, 2014). Aún más, México ha sido pionero en iniciativas de desarrollo social que se han vuelto referentes mundiales: el programa de transferencias condicionadas Progresa-Oportunidades- Prospera (Yaschine, 2015) y la medición multidimensional de la pobreza y el modelo de evaluación de la política de desarrollo social. Además, se han lanzado sucesivas estrategias ambiciosas (el Programa Nacional de Solidaridad, la Estrategia de Microrregiones
o la Cruzada Nacional contra el Hambre, por mencionar algunas) y se cuenta con un marco legal, la Ley General de Desarrollo Social (LGDS), que responsabiliza a los tres ámbitos de gobierno de la política de desarrollo social. ¿Qué ha faltado? La pobreza es explicada no solo por los resultados de la política social, sino también por condiciones del mercado laboral, el sistema de protección social (Coneval, 2018c), la política fiscal (Esquivel, 2015), el desempeño de la economía e incluso contingencias climáticas. Pero la política social, por lo menos como ha sido construida en México, sí tiene
un papel como instrumento para garantizar derechos básicos de las personas. La LGDS la define como la herramienta mediante la cual el Estado mexicano pretende asegurar “el disfrute de los derechos sociales, individuales o colectivos, garantizando el acceso a los programas de desarrollo social y la igualdad de oportunidades, así como la superación
de la discriminación y la exclusión social” (fracción I, artículo 11). Además, señala que se sujetará al principio de integralidad entendido como la “[a]rticulación y complementariedad de programas y acciones que conjunten los beneficios sociales” (artículo 3). Este documento presenta los resultados de un proyecto de investigación sobre los programas sociales en México y una propuesta para construir una política social integral. En los últimos años, se ha puesto énfasis en algunos
elementos importantes para mejorar la política: se ha pedido más transparencia y mejor evaluación, se ha insistido en la necesidad de padrones únicos, se ha promovido el blindaje de los programas sociales para evitar su uso clientelar y electoral, se ha mejorado el diseño de programas específicos y se ha intentado coordinar las intervenciones de los tres ámbitos de gobierno en torno a carencias específicas identificadas en la medición multidimensional de la pobreza. Todos son esfuerzos que podrían redundar en una mejor política social. No obstante, pese a que podría haber una política social perfectamente transparente, evaluada, con un padrón único y con blindaje electoral, ésta podría estar mal diseñada, desarticulada y no tener el alcance suficiente. En consecuencia, es preciso, y ese es el propósito de este documento, analizar el conjunto de la política social, para ver si sus partes —los programas— son los necesarios y son suficientes para efectivamente garantizar derechos y para analizar la efectividad de los elementos que podrían propiciar la integralidad
de la política social: la coordinación intersectorial e intergubernamental, la información para la toma de decisiones y la
distribución de responsabilidades.

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