El salvador de la patria ha repetido hasta el hartazgo que el gran problema del país es la corrupción y que él es la solución. La cantinela de su discurso, donde él aparece como el demiurgo capaz de transformar la realidad y lograr la armonía tan solo con su voluntad, acaba por simplificar hasta la caricatura uno de los grandes problemas del Estado mexicano, arraigado profundamente en el arreglo institucional del país y que requiere mucho más que la magia derivada del ejemplo de un presidente honrado para menguar, no ya para desaparecer.

La simplona manera de abordar el asunto de la corrupción por parte de Andrés Manuel López Obrador conecta, sin duda, con la percepción de franjas muy amplias de la sociedad mexicana, que consideran que todos los políticos y buena parte de los funcionarios públicos son unos rateros y que lo que se requiere es que llegue al poder uno que no robe para poner en cintura a todos los demás. Coincide también con la visión monárquica del poder, médula del presidencialismo a la mexicana, que presume que, si el monarca decide que no se robe, entonces se dejará de robar.

Lamentablemente, si bien es correcto situar a la corrupción en el centro de los males nacionales, poco podrá el impulso voluntarista para limitarla, pues el mal se encuentra difuso en buena parte de las reglas del juego que han marcado la relación entre el Estado mexicano y la sociedad desde sus orígenes virreinales y forma parte de la manera en la que lo público ha sido considerado tradicionalmente en el país: como un botín a capturar.

No deja de ser importante que López Obrador ponga el acento en el combate a la corrupción como la gran tarea nacional. Sin embargo, preocupa y puede resultar decepcionante que centre su combate en su voluntariosa honestidad, sin plantear siquiera un atisbo de la gran transformación institucional que implica modificar la forma de operar de la organización estatal mexicana, sus reglas básicas de funcionamiento.

Al margen de las campañas, empero, muchos otros hemos trabajado desde hace años en lograr los cambios institucionales para restringir la corrupción que carcome al Estado mexicano. El combate a la corrupción no comenzará cuando se dé el venturoso triunfo del gran líder, ni mucho menos. Algún camino se ha andado y ya hay avances, al menos en el cuerpo de las leyes, que pueden contribuir, aunque sea de manera incremental, al surgimiento de una nueva forma de ejercicio del poder y de concepción de lo público.

Los esfuerzos de muchas organizaciones civiles, varias de ellas agrupadas en la Red por la Rendición de Cuentas, llevaron a la creación del Sistema Nacional Anticorrupción y, aunque este no ha acabado de integrarse, por las resistencias de este gobierno y esta legislatura, que no concluyeron con los nombramientos necesarios para darle cuerpo, el hecho es que los cimientos para echar a andar una política integral contra la corrupción ya están colocados.

El lunes pasado, la propia Red por la Rendición de cuentas le presentó al Comité de Participación Ciudadana del incipiente sistema anticorrupción las líneas generales de lo que debería ser una política nacional capaz de modificar, más allá el voluntarismo, la trayectoria institucional que reproduce indefectiblemente las conductas patrimonialistas y corruptas. El documento tiene la virtud de concebir la corrupción como un asunto institucional, es decir, como parte sustancial del sistema de incentivos del Estado mexicano.

El documento presentado por la Red, producto del trabajo de un grupo notable de especialistas y académicos, principalmente del CIDE, de la UNAM y de las organizaciones civiles, atina cuando concibe a la captura de lo público por intereses particulares como el origen del problema. Son la captura de los puestos públicos, la captura de las decisiones (y de los presupuestos) y la captura de la justicia las causas esenciales que explican el uso particularista del poder en México.

Puesto de otra manera, es la manera de concebir al Estado como un botín con el cual se pueden hacer grupos de intereses particulares lo que genera el fenómeno que conocemos como corrupción, que lleva a que los servicios que este debe prestar se otorguen no de manera universal, sino solo en beneficio de aquellos capaces de comprarlos a cambio de rentas o de las clientelas cautiva de las que se espera apoyo político. Es el Estado mexicano una organización en manos de una coalición estrecha de intereses, lo que los clásicos llamaban una oligarquía, y no un mecanismo que garantice un orden social de acceso abierto, donde la justicia, la seguridad y los demás servicios adquieren un carácter verdaderamente público.

El documento presentado también plantea los antídotos indispensables para revertir la captura que ha caracterizado al Estado mexicano a lo largo de su historia. No es el cambio de una coalición estrecha a otra coalición estrecha de intereses lo que transformará lo publico en México. La gran transformación requiere de una reforma integral de Estado que comienza por una profesionalización integral, de manera que el acceso a los puestos públicos no dependa de la lealtad personal o política, sino que se base en las competencias y las capacidades para ocupar el cargo y donde el proceso de ascenso se haga con base en evaluaciones del desempeño, no en la afiliación partidista o en la pertenencia a una determinada red clientelista.

Los incentivos positivos para la probidad en el servicio público que genera la profesionalización deben complementarse con un sistema de responsabilidades simple pero eficaz, que detecte oportunamente las desviaciones y las sancione con justicia. Por añadidura, la transparencia y el principio de máxima publicidad deben imperar en todos los actos de autoridad, de manera que se desarticulen las redes de corrupción, que no son otra cosa que las expresiones de la venta de protecciones particulares que ha predominado en el ejercicio del poder.

Para plantearlo de manera resumida, el documento, base para una amplia consulta nacional que ahora emprenderá el Comité de Participación Ciudadana del Sistema Nacional Anticorrupción, plantea una estrategia para comenzar a transitar por el “camino a Dinamarca” del que habla Francis Fukuyama: profesionalización, transparencia y sistema de justicia independiente y eficaz.

Este proyecto de política nacional merece ser difundido, para evitar la percepción de que en esta materia está todo por hacerse y que solo la llegada del hombre providencial podrá romper la inercia. En ese sentido es notable el trabajo emprendido por organizaciones como Nosotrxs o Ethos, esta última un think tank formado por jóvenes que ha elaborado buenos materiales de divulgación para dar a conocer entre el público al sistema nacional anticorrupción. Aunque muchos no lo crean, en materia del combate a la corrupción no todo será creado ex novo con el arribo del nuevo principio activo de la nación.

Fuente: Sin Embargo