Tengo para mí que hay cuatro condiciones principales para el éxito de las instituciones públicas: la calidad de las normas que las rigen, la coherencia entre sus medios y sus fines, las cualidades de quienes las encarnan y las circunstancias en las que actúan. Admito que esta teoría tiene matices, pero no hay duda de que las dos últimas son definitivas: sin personas aptas, honestas y comprometidas, no hay modo de lograr que una institución funcione (y tampoco, si enfrentan circunstancias completamente adversas).

De las cuatro condiciones, el nuevo sistema diseñado para combatir la corrupción no ha cumplido más que una porción de la primera. De modo que nos equivocaríamos mucho si pensáramos que las normas promulgadas el 18 de julio son algo más que una promesa. No sólo porque todavía falta un año para que entre en vigor la nueva Ley General de Responsabilidades Administrativas y para “expedir las leyes y realizar las adecuaciones normativas” que completarán el diseño formal de ese sistema, sino porque nada asegura que el resto de las condiciones enunciadas esté garantizado de antemano.

Por lo pronto, desde el 19 de julio están corriendo ya noventa días para que la Cámara de Senadores designe a los nueve integrantes de la “Comisión de Selección” que habrá de nombrar, a su vez, a quienes formarán el Comité de Participación Ciudadana del sistema. Aquella comisión estará conformada por cinco personas venidas de instituciones de educación superior e investigación y por cuatro de organizaciones de la sociedad civil. Pero nada asegura que el Senado no quiera convertir a esa “Comisión de Selección” en una correa de trasmisión de los intereses de sus grupos principales. Es cierto que en la ley —honor a quien honor merece— los senadores renunciaron a la facultad de designar al Comité de Participación Ciudadana por cuotas partidarias, pero falta un trecho largo para que esas buenas intenciones se conviertan en buenos nombramientos.

De otra parte, hay dos vacantes entre las instituciones que formarán parte del sistema: el titular de la Secretaría de la Función Pública y el titular de la nueva Fiscalía Especializada en materia de delitos relacionados con hechos de corrupción. Apenas si es necesario subrayar que quienes ocupen esos cargos jugarán roles clave hacia el final de este sexenio y, aunque en ambos casos el Senado de la República tendrá la última palabra, todavía cabe la posibilidad de que esas designaciones no estén guiadas tanto por criterios profesionales intachables, cuanto por negociaciones entre las dirigencias partidarias y la Presidencia de la República.

Y en cuanto a los nuevos magistrados del Tribunal Federal de Justicia Administrativa —otra de las piezas principales del sistema— que a su vez integrarán las nuevas salas especializadas en materia de responsabilidades administrativas, la ley ordena que el titular del Ejecutivo envíe sus propuestas al Senado “a más tardar en el periodo ordinario de sesiones del Congreso de la Unión, inmediato anterior a la entrada en vigor de la Ley General de Responsabilidades Administrativas”, cosa que podría ocurrir hasta bien entrado el año 17. Y una vez más, nada garantiza que esos nombramientos queden a salvo de las tentaciones del poder político.

Lo que sí sabemos es que, tras este alud de nombramientos por venir, quienes ocupen las sillas destinadas a darle vida al sistema que combatirá la corrupción tendrán que remontar dos circunstancias muy difíciles: el último tercio del sexenio (incluyendo el conocido “Año de Hidalgo”) y la contienda electoral. Si todas esas personas son bien seleccionadas, tienen sentido del honor, medios suficientes (y buena suerte), podremos saltar hacia el próximo sexenio con la dignidad pública que tanta falta le ha hecho a México. Y si no… pues no.

Fuente: El Universal