Hace cuatro años, Enrique Peña Nieto se comprometió a impulsar una oficina anticorrupción. El tema perdió notoriedad en una agenda pública en la que el Pacto por México, las reformas estructurales y los problemas de seguridad tenían más urgencia; el combate a la corrupción parecía poder esperar.
En pocos meses, la corrupción volvió a las primeras planas, se reconoció como uno de los problemas más graves de la vida pública y comenzó a afectar la credibilidad del gobierno. Una exigencia continua por parte de la sociedad civil y el conjunto de ideas que se propusieron desde las organizaciones sociales especializadas y desde la academia culminaron, tras varios arranques en falso, retrasos y resistencias, en una reforma constitucional que creó el Sistema Nacional Anticorrupción. Pero de nuevo el mes pasado, pese a la obligación constitucional, la exigencia ciudadana y la palabra empeñada, el tema pareció atorarse de nuevo. Las siete leyes que el sistema requiere para operar se trabaron en el Senado, a pesar de largas de semanas de negociación y de un acompañamiento cercano de la sociedad civil en el proceso.
Los desacuerdos son pocos y no son sobre lo más sustantivo, pero para la opinión pública el mensaje es simple: las leyes no se aprobaron y no tenemos todavía un sistema anticorrupción en funcionamiento. ¿Por qué reformas que parecían imposibles –como la energética o la fiscal– pudieron ser aprobadas y ésta, que parecería urgente y a la que nadie se opone abiertamente, sigue en espera? La razón es que hay una diferencia, sutil pero crucial: es una reforma que buscar atar las manos de los políticos.
En efecto, muchas leyes son para delinear los márgenes de acción de los ciudadanos: qué pueden y qué no pueden hacer como empresarios, como contribuyentes, como conductores, como padres de familia, como víctimas, como votantes, o como trabajadores. La reforma anticorrupción pertenece a una clase de leyes distinta: reformas para que los políticos se restrinjan a sí mismos.
En los 90, a este tipo de reformas pertenecieron la creación del Banco de México (que quitó el poder a los políticos de manipular la política económica) o la del IFE (que sacó las manos del gobierno de los procesos electorales). La década pasada, con distintos grados de éxito, en México intentamos reformas de transparencia, presupuesto, evaluación y servicio profesional de carrera para, de nuevo, reducir la discrecionalidad de nuestros gobernantes.
Pero la ventana de discrecionalidad más grande sigue abierta: la posibilidad de que los gobernantes utilicen lo público (el dinero, el poder, la información, los puestos) para beneficio privado. El funcionamiento del Sistema Nacional Anticorrupción supondría volver realidad el principio de que lo público es de todos, y no solo de los políticos. Significaría que toda persona con autoridad pública se sabría vigilada, y todo ciudadano podría confiar en que las decisiones de los políticos están orientadas por el bien común y no por el negocio de un pariente, las comisiones de un contratista, los beneficios para un partido, los moches para financiar una campaña o las prebendas para unas clientelas.
Estas leyes son apenas el arranque de un largo proceso de construcción institucional, de formación de capacidades, de activación de procesos, de entrenamiento de funcionarios y de socialización de nuevas prácticas. Es muy probable que, en cada paso, haya de nuevo resistencias de actores políticos que prefieren seguir disfrutando de impunidad, que haya mezquindades de los partidos que prefieran el encabezado de periódico del día siguiente a la pausada generación de un sistema funcional, y que haya protagonismos que se interpongan en las batallas que deberían ser comunes. Pero los tiempos constitucionales siguen corriendo y, más importante, los ciudadanos han hecho propia la agenda anticorrupción. Quienes resisten o simulan se van quedando sin argumentos, pero la responsabilidad es clara: solo los políticos, con los votos en el Senado y la Cámara de Diputados, pueden ponerle candados a la corrupción.
Fuente: Milenio