Este año se destinarán 35 millones de pesos para realizar observación electoral. La noticia no parece mala, salvo que por la ausencia de prioridad en el tema, la canalización de los recursos del Fondo de Apoyo para la observación electoral llegará tarde y mal. Abrumado por sus nuevas atribuciones y por las múltiples presiones partidistas, el INE antes IFE, que desde 1994 había organizado los procesos electorales mano a mano con la sociedad (desde la promoción del voto hasta la integración de las mesas de casilla) batalla a contracorriente con todo lo relacionado con la participación ciudadana. Así, este año se tendrá la elección más compleja de los últimos 20 años y también la menos observada por la sociedad civil.

En 1994, el gobierno mexicano estaba sediento de mostrar al mundo que en el país se podían hacer elecciones libres y creíbles, en las que se respetara el voto ciudadano y el sistema “no se cayera”. No sólo se habían hecho importantes modificaciones a la Ley Electoral sino que la incorporación de los ciudadanos sin evidentes vínculos partidistas estaba tanto a la cabeza de los órganos electorales como en la recepción y conteo de los votos. Ese fue el primer año en el cual se reconoció la figura del observador electoral. A los ojos del mundo el IFE era un órgano autónomo con las puertas abiertas a la ciudadanía. Ese año, el gobierno canalizó la nada despreciable cantidad de 50 millones de pesos para la observación electoral. Para garantizar la imparcialidad de las acciones, solicitó a un órgano internacional: el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) la ministración de los recursos. Un ejército de 81 mil 620 observadores salió con libretas y cámaras a cazar mapaches y a defender el ejercicio del voto libre y secreto. A partir de entonces cada proceso electoral federal contó con recursos públicos, con la importante actuación del PNUD en la ministración de recursos y con una política de observación electoral que con el tiempo se volvió cada vez más sofisticada. Ya no se trataba de salir masivamente a las calles. La jornada electoral era de escaso interés frente a todo lo que sucedía antes y después del proceso, en los entretelones de los tribunales. Gracias a la observación electoral se desarrollaron metodologías de monitoreo de medios de comunicación, se tradujeron resoluciones complejas a la ciudadanía, se hicieron foros cuyos insumos sirvieron para las diversas reformas electorales, se desarrollaron herramientas de capacitación en regiones indígenas y se hicieron coaliciones con organizaciones estatales, con universidades, centros de estudio y con observadores internacionales procurando siempre un diálogo franco y abierto con las autoridades electorales. La observación electoral mexicana se convirtió en un ejercicio de educación cívica que sirvió de modelo para otros países. Si de algo se quejaban los observadores era de la necesidad de cubrir todas las etapas del proceso electoral –desde el arranque-, a nivel federal pero sobre todo a nivel subnacional en donde la evidencia registraba las mayores violaciones a la ley y a los derechos políticos de militantes y ciudadanos. Pero como si en dos décadas no hubiéramos aprendido nada, esta vez no habrá coalición de organizaciones vigilantes, el PNUD no ministrará los recursos y a un mes de la elección, formalmente la observación electoral aún no comienza. Justo cuando más lo necesita, el INE está demasiado cerca de los partidos y demasiado lejos de la ciudadanía.