En una escena de guerra, un helicóptero derribado en Jalisco dejó a ocho familias enlutadas. Murieron siete soldados y una policía federal. Mexican@s valientes que pagaron el precio más alto posible por su voluntad de ser útiles a la sociedad. Eran servidores públicos que no tenían residencias de fachadas blancas, ni hipotecas privilegiadas para comprar casas de descanso frente a un campo de golf. Son héroes anónimos a los que no podemos recordar por nombre y apellido, ya que sus propias familias corren el peligro de una represalia por parte del crimen organizado.

El pasado 1o. de mayo fue un día funesto en la historia de las Fuerzas Armadas. Debería serlo también en la memoria de los ciudadanos. Cuando alguno de los 260,000 efectivos del Ejército o la Marina cometen una violación a los derechos humanos, como presuntamente ocurrió en Tlatlaya, hay que denunciarlo y exigir justicia. Sin embargo, esa misma indignación y exigencia colectiva debería ocurrir cuando un soldado o un marino son víctimas de la brutalidad de la violencia.

La política de seguridad pública del presidente Peña Nieto tiene varias similitudes con las de su antecesor Felipe Calderón. El esfuerzo de contraste entre ambos sexenios se parece a esos juegos de pasatiempo infantil, donde aparecen dos fotografías casi idénticas, salvo por algunos detalles semiocultos: “Encuentre las diferencias”. Dos contrastes importantes: 1) La lucha contra el crimen organizado dejó de ser el tema central de la propaganda de gobierno y 2) El gobierno priista ha sido más eficaz en capturar a las celebridades delincuenciales. En Michoacán, algunos líderes locales han pisado la cárcel, pero el sistema político de impunidad que encubre a los criminales aún opera en distintas regiones del país.

La similitud más clara entre Calderón y Peña Nieto es la estrategia de respuesta frente a una crisis de violencia y criminalidad: despachar a las fuerzas federales para rescatar a un gobernador emproblemado por sus propias omisiones. Muy pocos gobiernos estatales están haciendo un esfuerzo contundente por construir instituciones policiales funcionales y respetadas. El caso más elocuente es Nuevo León con la creación de la Fuerza Civil. Sin embargo, en este empeño por crear una policía estatal moderna el mayor mérito corresponde al sector empresarial y a la sociedad civil regiomontana. En estados con débil iniciativa privada y poca densidad de organizaciones sociales, el fortalecimiento de las policías queda a merced de la negligencia o el liderazgo del respectivo gobernador. Lo más contundente que le ha dicho Peña Nieto a los gobernadores es que “no naden de muertito” y asuman su responsabilidad. Sin embargo, los mandatarios locales parecen equipo de nado sincronizado propulsado por la inercia y la corriente.

Los gobernadores mexicanos son adalides defensores del federalismo cuando el nuevo sistema nacional anticorrupción osa incluir criterios de mayor transparencia y rendición de cuentas. Sin embargo, a la hora de la seguridad pública su enfoque empírico es de un centralismo absolutista: ¡Socorro, llamen a las fuerzas federales!

Ningún gobernador disparó el proyectil que derribó el helicóptero donde murieron los siete militares. Sin embargo, la indolencia y desgano de los mandatarios estatales hace que el Ejército y la Marina cubran demasiadas trincheras. Tantos frentes abiertos les deja más flancos vulnerables. Soldados y marinos cumplen responsabilidades que no les corresponden, mientras que los gobernadores son omisos de cubrir las obligaciones que su cargo y la ley les imponen.

El primer paso para cambiar esto sería que el gobierno federal transparente los convenios con gobiernos estatales, donde se acuerda la presencia del Ejército y la Marina para ocupar roles de policía local. Ese sería uno de los cambios más importantes en materia de seguridad pública en los últimos 8 años y medio. ¿Podrá Peña Nieto dejar atrás la herencia de Felipe Calderón?

@jepardinas

Fuente: Reforma