En las últimas semanas se han acumulado asuntos variopintos que nada parecen tener en común, entre otros muchos, la discusión sobre la ley general de transparencia; los escándalos del Partido Verde y el atorón del Consejo General del INE; la aprobación sorpresiva de nuevas leyes (aguas y protección de personas con espectro autista).
¿Cuál es, se preguntará el lector, la relación entre todos estos líos? Pues que representan diferentes caras del mismo problema: el escaso sentido crítico nacional hacia el contenido material de las leyes, doblado por un discurso secular que quiere constituirlas como la solución mágica de los problemas y que deja atrás una estela de preceptos incumplibles, resultado de las más diversas composiciones de intereses concretos. Por eso la narrativa que identifica al Estado de derecho con el “cumplimiento estricto de la ley” carece de sentido pues simplemente tenemos leyes imposibles de cumplir.
Si queremos realmente avanzar en un entramado institucional que incentive que los comportamientos se orienten por las normas, tendríamos que comenzar por revisar el contenido y las condiciones de implementación de las leyes. Parte de los problemas que enfrentamos tienen su origen en malos diseños normativos que sobrecargan las posibilidades de las instituciones para cumplirlos. El INE es sólo un ejemplo de ello. Los legisladores crean alegremente obligaciones, derechos e instituciones sin preguntarse mínimamente por los costos, los recursos y las capacidades para llevarlos a la realidad. Para muestra basta un par de ejemplos.
El Senado prepara el dictamen sobre la nueva Ley General de Transparencia. La discusión se ha concentrado en una serie de cuestiones que, en mi opinión, pueden resolverse técnicamente sin menoscabo del derecho. Pero nadie parece haber advertido que el diseño institucional y las nuevas obligaciones que crea la ley implican altísimos costos regulatorios y difícilmente se ajustan a la compleja y variada realidad que pretende normar. Dicho de otro modo, estamos creando una ley que de entrada no se podrá cumplir. Se privilegia el maximalismo (legítimo) de quienes buscan la república ideal frente a las posibilidades reales y la evidencia empírica. El estudio Métrica 2014 (metricadetransparencia.cide.edu) es contundente: “Esto confirma que mejores leyes —con más obligaciones de transparencia y plazos menores— no garantizan mejor desempeño, y que resulta crucial dar mayor importancia a las capacidades institucionales de los actores institucionales de la transparencia…”
La semana pasada la Cámara de Diputados aprobó la Ley General para la Atención y Protección a Personas con la Condición de Espectro Autista. Nadie puede estar en contra del desarrollo de políticas públicas para la atención de las personas que tienen esta condición. Lo que resulta cuestionable es que para atender la situación que enfrentan estas personas y favorecer su integración se piense que basta expedir una ley que les reconoce 32 derechos fundamentales sin que los acompañe una definición clara del problema que identifique a la población objetivo (¿quienes son, dónde están?), los mecanismos concretos para otorgárselos, los responsables de hacerlo y los presupuestos asociados a ello. En otras palabras, una ley llena de buenas intenciones, otra comisión sin competencias suficientes, muchas sanciones y poca sustancia que permita resolver efectivamente un problema cierto.
En suma, tenemos un sistema jurídico cínico, saturado de derechos y obligaciones sin instituciones con las capacidades para hacerlos efectivos. ¿Sorprende entonces que tengamos una crisis de credibilidad? Si queremos un Estado de derecho creíble entonces necesitamos leyes en serio, pero esto a nadie parece importarle.
Fuente: El Universal