El Presidente de la República llamó ayer nuevamente a no quedar atrapados por los hechos de Iguala. Como si su función fuera la de ser un provocador de la irritación social y no la de jefe de Estado, lo hace precisamente un día después de las movilizaciones masivas contra la impunidad por el asesinato y la desaparición forzada de estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa. Lo hace cuando su gobierno experimenta altos niveles de desconfianza y él personalmente una grave crisis de legitimidad.
Aunque no son de su exclusividad, sus impertinencias y discursos vacíos son de destacar por la contribución tan extraordinaria que significan para el descrédito de la clase política en general. Son sus conductas y la absurda defensa de las mismas lo que va arruinando su imagen y arrastrando, de paso, la credibilidad internacional del país. Con su proceder va alimentando en el imaginario popular la idea de que todo político es corrupto aunque demuestre lo contrario. Y yo agregaría, e insensible.
En su discurso de ayer, el Presidente llamó a “avanzar con mayor optimismo, con confianza en nosotros mismos y seguros que nuestro aporte, en nuestro diario quehacer, contribuye realmente a ir modelando la nación que todos queremos”. Pero para muchos es precisamente lo que hace el Presidente el motivo de mayor preocupación. Un vivo ejemplo es su reacción a las revelaciones periodísticas sobre la singular forma en la que él y miembros de su gabinete compran casas a proveedores del gobierno.
Juan Pardinas nos advirtió en su columna de Reforma, desde el 24 de noviembre pasado, que la verdadera fuente de desestabilización son las negligencias de la autoridad y que “el presidente Peña Nieto no entiende que no entiende”. La misma frase fue utilizada por el poderoso medio británico The Economist la semana pasada para titular un artículo en el que, entre otras críticas feroces, califica el comportamiento del Presidente como inaceptable y cínico.
Pero estos no son hechos aislados. No sólo porque suceden mientras un gobernador es acusado de enriquecimiento ilícito y de crear un banco; los jefes delegacionales en el Distrito Federal muestran su mezquindad e irresponsabilidad renunciando en bloque a su cargo para buscar otro puesto; o diputados son acusados de recibir moches, sino por su propia historia. Convendría recordar que la carrera política del presidente Peña ha venido de la mano de polémicas y episodios delineados por conductas señaladas por diversos actores como condenables. Eso sí, siempre revestidas de una legalidad formal o exoneradas en procedimientos ampliamente cuestionados. Desde los operativos en Atenco hasta los gastos de campaña, pasando por errores de costo millonario cometidos por Televisa a su favor.
Y mientras la voz del Presidente manda arengas a superar hechos trágicos, su comportamiento y el de su gobierno nos invitan a preocuparnos sobre la institucionalización de la corrupción y el conflicto de interés, la intrascendencia o los magros resultados de “la intervención sin precedente” de las instituciones y el maniqueísmo de la aplicación de la ley. A cambio de una agenda real de transformación, de medidas políticas y jurídicas proporcionales a la crisis que vivimos nos dan discursos sobre optimismo y el México que todos soñamos. La paradoja es que nos quieren liberar de nuestro legítimos y necesarios dolor, rabia e indignación, quienes realmente están atrapados. Atrapados por no entender.
Fuente: El Universal