El pasado miércoles 12 de noviembre, en Nueva York, Danny Kushlick de Transform Drug Policy, Maria McFarland de Human Rights Watch, Kasia Malinowska de Open Society Foudation y yo, a nombre del programa de política de drogas del CIDE y del Colectivo por una Política Integral Hacia las Drogas, le presentamos a los corresponsales acreditados ante la ONU la iniciativa Count the costs, la cual tiene por objetivo mostrar los altos costos que está pagando el mundo por la fallida guerra contra las drogas.

Estas “consecuencias negativas no intencionales” como las ha calificado la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, resultan no del propio consumo de las drogas sino de la elección de un enfoque punitivo basado en la aplicación de la ley que, por su naturaleza, coloca el control del tráfico de drogas en manos del crimen organizado, al mismo tiempo que criminaliza a muchos consumidores. El proyecto, encabezado por la ONG británica Transform Drug Policy, ha identificado siete costos principales: socava el desarrollo y la seguridad internacionales y promueve el conflicto, amenaza la salud pública, difunde enfermedades y causa miles de muertes de muertes, socava los derechos humanos, promueve el estigma y la discriminación de los usuarios, crea delitos y enriquece a los criminales, causa deforestación y contaminación y desperdicia miles de millones en la inefectiva aplicación de la ley. Las siguientes líneas son una versión resumida del texto que leí en esa ocasión sobre el impacto que ésta guerra tiene sobre la seguridad y el desarrollo en México.

La noticia ha recorrido el mundo: el 26 de septiembre, en Iguala, una ciudad del estado mexicano de Guerrero, desaparecieron 43 estudiantes de la escuela de formación de profesores de educación básica de Ayotzinapa y otros tres fueron encontrados muertos poco después, uno de ellos desollado.

El hecho ha conmocionado a México. En distintas ciudades del país han salido a manifestarse estudiantes universitarios, profesores, ciudadanos de todo tipo. Se habla de un crimen de Estado y se culpa a las autoridades de lo ocurrido, ya que diversos indicios apuntan a que la policía municipal del Iguala participó en el secuestro de los estudiantes y vinculan al alcalde de la ciudad y a su esposa con una banda que controla la producción y el tráfico de goma de opio en la zona.

Este caso atroz es sólo el último —especialmente impactante— de los ocurridos durante la última década, a partir de que el gobierno mexicano intensificó su guerra contra los carteles de drogas. Distintas zonas del país han sido escenarios de matanzas, ya sea en enfrentamientos entre traficantes y fuerzas del estado —policías y ejército— o entre grupos rivales por el control de rutas y mercados. Unos días antes de los hechos de Ayotzinapa, siete soldados habían sido imputados por la ejecución extrajudicial, en junio, de 22 supuestos traficantes en Tlatlaya, una población cercana a Iguala en el vecino estado de México.

El estado de Guerrero, donde se encuentra Iguala, es uno de los más pobres de México. La infraestructura económica es escasa y sus únicos polos de desarrollo es el puerto turístico de Acapulco. Tradicionalmente, el poder local lo han ejercido caciques que utilizan la estructura formal del gobierno en beneficio propio. La debilidad institucional y la falta de caminos es el escenario ideal para los traficantes enriquecidos gracias al encarecimiento artificial de las drogas generado por la prohibición. De acuerdo con datos oficiales tanto del gobierno de México como del de los Estados Unidos, Guerrero es ya la principal región de producción de amapola. El control de la producción lo tienen grupos relativamente pequeños enfrentados entre sí, producto de la fragmentación de un cartel más grande, pero existen indicios de que también grupos guerrilleros de izquierda, surgidos al amparo de la marginación y la pobreza de la región, también se han involucrado en la producción y transporte de goma de opio como forma de financiar su armamento y su operación.

Los grupos de traficantes han aprovechado la debilidad institucional de los gobiernos municipales, la corrupción y las formas tradicionales de dominio de los caciques rurales para, con los recursos obtenidos del mercado clandestino, controlar a los políticos y a las policías y usarlos para sus fines. La pobreza y la marginación de los campesinos —que no tienen acceso a crédito, deben pagar altos precios por las semillas, por los fertilizantes o por el transporte de sus productos y carecen de la tecnología para cultivos con alto valor de mercado— representa una oportunidad para los traficantes, quienes los utilizan para producir amapola o cannabis a cambio de unos precios, aunque bajos, más altos que lo que conseguirían con sus cultivos tradicionales. Sin la prohibición, los cultivos hoy ilegales no serían rentables.

Lo ocurrido en Iguala es aterrador y muestra hasta donde pueden llegar los grupos de delincuentes por mantener sus mercados clandestinos; pero lo ocurrido en Tlatlaya en junio es, si se puede, más escalofriante, pues de manera descarnada muestra que la falta de límites legales y morales no es exclusiva de los delincuentes: los cuerpos de seguridad del Estado han cometido atrocidades de la misma magnitud al amparo de la guerra contra las drogas. En aquel pequeño poblado de los límites entre Michoacán, Guerrero y el estado de México integrantes del ejército fusilaron a 22 personas que, según los testimonios disponibles, se habían rendido. Lo terrible es que no se trató de un hecho aislado; hay estudios que muestran que las ejecuciones extrajudiciales han sido una práctica reiterada tanto del ejército como de la marina, involucrados en una guerra que no respeta los derechos humanos ni el orden jurídico.

Mientras tanto, ni la disponibilidad de las drogas perseguidas, ni la demanda, ni los daños a la salud de la población vinculados al consumo de sustancias ha desaparecido; ni siquiera han disminuido de manera sustancial en ninguno de los dos lados de la frontera con los Estados Unidos. El objetivo central de la guerra contra las drogas, intensificada en México a partir de la llegada a la presidencia de Felipe Calderón en 2006, ha sido evitar el tránsito de drogas ilícitas hacia los Estados Unidos; sin embargo, los resultados han sido pobres, pues según datos de la DEA si bien ha disminuido el tráfico de cocaína procedente de México, hoy la mayor cantidad de heroína decomisada es de origen mexicano. Mientras en México, los carteles no sólo no han desaparecido sino que se han multiplicado por fragmentación y se han vuelto más violentos.

Los casos de Tlatlaya y Ayotzinapa sólo son la punta visible de un iceberg profundo que está carcomiendo la ya de por sí débil institucionalización de los gobiernos locales de amplias zonas de México. La violencia desatada ahuyenta la inversión que puede llevar desarrollo a zonas marginadas. Los carteles, fortalecidos por los recursos del mercado clandestino de drogas, han diversificado sus actividades y se han convertido en organizaciones que cobran por protección a la manera mafiosa, secuestran e imponen sus reglas a los productores y comerciantes legales.

La prohibición y la guerra contra las drogas que ha involucrado no sólo a la policía sino al ejercito y a la marina ha debilitado a los gobiernos municipales y estatales y ha llevado a una militarización del país frecuentemente violatoria de los derechos humanos en nombre de una seguridad cada vez más deteriorada. Para México es un asunto de supervivencia detener ya una guerra que ha fracasado en los objetivos pretendidos, y en cambio ha dejado una secuela de muerte y destrucción institucional severa. Para que México recupere la paz es imprescindible que los recursos hoy destinados a perseguir el tráfico de drogas se reencaucen al fortalecimiento de los poderes locales y a la persecución de los delitos depredadores, y a una política de drogas enfocada desde la perspectiva de la salud, con énfasis en la prevención, la reducción del daño y el tratamiento, en lugar de la persecución policíaca y militar. La guerra contra las drogas ha ya causado suficiente daño; es momento de detenerla.

 Fuente: Sin Embargo