No somos una patria de salvajes, pero el espejo de Iguala nos pone frente al rostro de la barbarie. Esa es la cara de un estudiante normalista cuyos asesinos le desollaron la piel del rostro y donde estuvieron sus ojos, los verdugos le dejaron dos cuencas vacías. Cuarenta y tres de sus compañeros probablemente yacen en fosas comunes. Hay reportes de que los quemaron vivos. La simple narración de los hechos es un puñetazo franco en la boca del estómago.

El instinto por preservar la salud mental nos demanda dejar de leer. Mejor ahorrarse los detalles macabros. Para alejar al miedo y a la náusea habría que poner la mirada en otro lado y la atención en otro tema. Sin embargo, la respuesta que le demos a este crimen marcará una línea para determinar lo que estamos dispuestos a tolerar como sociedad y como gobierno. Como sostiene Alejandro Hope para el caso Tlatlaya, Iguala importa para saber qué país somos. La historia de una nación no sólo se edifica por los recuerdos de nuestra memoria, sino también por nuestra disposición frente al olvido. La identidad de un país se construye con sus evocaciones, pero también con sus indiferencias.

Veo una foto en el periódico y sospecho que la dirigencia del PRD ya olvidó a los muertos de Iguala. En la imagen aparece Carlos Navarrete, presidente del sol azteca, junto a Ángel Aguirre, quien es a la vez el gobernador de Guerrero y el mínimo común denominador de la clase política nacional. John F. Kennedy decía: “El lugar más caliente del infierno está reservado para aquellos que, en medio de una profunda crisis moral, lograron permanecer ecuánimes”. Carlos Navarrete no sólo logró mantener la ecuanimidad, sino que también se puso a contar chiles. El líder perredista condicionó la renuncia de Aguirre a la separación de su cargo de los mandatarios de Tamaulipas y el Estado de México. Probablemente ambos gobernadores son indefendibles, pero en medio de la tragedia Navarrete optó por sacar la mezquindad del cobre y el cálculo político. Esta izquierda no es la heredera histórica de Heberto Castillo y Cuauhtémoc Cárdenas, sino la memoria viva de Gustavo Díaz Ordaz.

Con base en algunos testimonios oficiales de 1968, se puede afirmar que murieron más jóvenes en Iguala la noche del 26 de septiembre pasado, que hace 46 años en la Plaza de Tlatelolco. Los autores y cómplices de la matanza de Iguala son funcionarios públicos que reciben su ingreso formal de nuestros impuestos. Guerrero no es un estado fracasado, es un estado criminal. La renuncia de Ángel Aguirre al cargo de gobernador no es materia de una consulta popular, sino un asunto de decencia y responsabilidad política. Pedirle a Aguirre que se quede para resolver el problema es como pedirle a un pirómano que se quede a apagar el incendio.

El mes pasado viajé a Acapulco. Al salir del aeropuerto había un anuncio espectacular gigante con la foto del hijo del gobernador, quien aspira a ser presidente municipal de este puerto. Mientras Iguala, la tercera ciudad más grande del estado, se convertía en un feudo del crimen organizado, Ángel Aguirre hacía maniobras para heredar a su vástago una alcaldía con un presupuesto de 4 mil millones de pesos.

Veo una foto oficial del Twitter del presidente Peña Nieto e infiero una falta de tacto y recogimiento para los momentos que vive México. El Jefe del Estado mexicano aparece sonriente y bromeando con un muchacho en un evento público. Lo sensible y conducente sería decretar unos días de luto nacional. Pocas veces tantos mexicanos han perdido la vida en un sólo episodio de violencia. ¿Qué estamos dispuestos a olvidar para seguir con la rutina de nuestras vidas? Si olvidamos lo que sucedió en Iguala, ¿en qué país nos convertiremos? Ese México será la República de nuestra indiferencia. La desmemoria nos será útil para sobrellevar el día a día, mientras la pesadilla no toque a nuestra puerta.

@jepardinas
 Fuente: Reforma