No se le debe restar mérito a Peña Nieto: logró construir una coalición favorable a sus reformas con el PAN y el PRD, el cual, a pesar del gesto opositor frente a la reforma energética —más bien un guiño de coquetería histriónica dirigido a sus bases que un auténtico cuestionamiento de lo que estaba en juego— se ha mantenido dentro del acuerdo, como simbólicamente se mostró cuando el jefe del Ejecutivo apareció flanqueado por los dos presidentes de las cámara del legislativo, de filiación perredista, sonrientes y encantados con los rituales de la corte.

El presidente consiguió reformas fundamentales a los derechos de propiedad desarrollados durante la época clásica del nacionalismo revolucionario. No es gran logro haber ganado a su propio partido, donde la disciplina presidencialista ha revivido en cuanto le ha llegado el aliento del poder recuperado: el PRI hoy es un monolito en torno al señor del gran poder, como en los viejos buenos tiempos. Lo meritorio ha sido la construcción de una coalición flexible en torno a un programa lo suficientemente amplio como para que cada partido tomara lo que quisiera y al final todos pudieran presumir que consiguieron algo.

De las reformas se ha dicho todo… o casi, pues como bien escribió Mauricio Merino esta semana en El Universal, las reformas no son tales hasta que se les somete a la prueba de la realidad; hasta que empieza eso que en la jerga de las políticas públicas y la administración se llama implementación:  la puesta en práctica. Del diseño a la manera en la que lo diseñado es interpretado por los que tienen que ejecutar los procesos hay una gran brecha y esa es llenada por los administradores y por los políticos de acuerdo a la manera de hacer las cosas que conocen, de acuerdo con sus códigos éticos, a la moral pública. Y ahí es donde, incluso si concediéramos  todos en que el diseño de las reformas es eficiente, la manera de hacer las cosas, el modito de los priistas —arraigado en la burocracia clientelista, al que tan rápidamente se adaptó el PAN y que está también en el código genético del PRD— provoca escepticismo en cuanto a los resultados esperables.

Sin embargo el diseño de toda institución siempre refleja la capacidad de negociación y los intereses de los diseñadores. Toda institución, sobre todo si se refiere a los derechos de propiedad, tiene consecuencias distributivas en beneficio de unos y en perjuicio de otros. Rara vez las instituciones se acercan al óptimo de Pareto. Y desde luego no es el caso de las instituciones que se podrán derivar de las reformas de Peña. Las reformas han abierto un proceso de negociación entre los actores interesados en sacar ventaja del nuevo arreglo y aquellos encargados de aplicarlo desde el Estado. En esa negociación es donde se materializarán las ventajas y las ganancias del nuevo entramado institucional, en los endemoniados detalles de la implementación.

Y es ahí donde se verá la dependencia de la trayectoria política y cultural de los priístas. Ese modito suyo de usar las leyes para negociar ventajas particulares. A pesar de la notable reducción de la opacidad derivada del pluralismo, el patrimonialismo mexicano sigue presente en casi cada acción gubernamental, en cada decisión pública. Entre la simulación para hacer como que se cambia pero seguir haciendo todo igual y el claro aprovechamiento personal, lo más probable es que las reformas sirvan para que algunos hagan negocios pingües, como se decía antes, mientras que las externalidades las pagará el conjunto de la sociedad, a la que apenas le caerá un chipichipi de la derrama pretendida por la utopía neoliberal.

El gran histrión que es Peña —dicho sin sentido peyorativo sino como reconocimiento de virtud política—  ha logrado presentarse como el Gran Reformador y ahora se viste el overol de constructor para anunciar los grandes proyectos de infraestructura. Su interpretación en el escenario recuerda a actores de carácter de otros tiempos: Alemán, López Mateos, Salinas. Cree conocer las claves de la popularidad pero no acaba de convencer al público harto de la mera representación. El presidente ha logrado una gran coalición política, tiene el reconocimiento internacional y el agradecimiento de las elites, pero no remonta en popularidad. El escepticismo domina; la burra arisca repara cuando ve el palo.  La economía languidece y ni siquiera satisface las ya de por sí flacas expectativas oficiales.

A pesar de que las encuestas no muestran entusiasmo popular por la personalidad de Peña y por sus reformas, su ventaja está en que no tiene oposición enfrente. Tanto el PAN como el PRD están atravesados por el conflicto y carecen de liderazgo. La única personalidad con capacidad para renacer de sus cenizas es López Obrador, muy menguado él mismo. Las elecciones de 2015 parecen un paseo triunfal para el PRI y el presidente, aunque la sociedad mexicana suele esconder alguna sorpresa bajo la manga.

Si no hay sorpresas, si la eficacia de Peña continua, se comienzan a implementar las reformas y se hacen las obras de infraestructura, el resultado esperable es sospechoso. Nadie en su sano juicio, empezando por los que diseñaron las reformas, cree que los beneficios se van a repartir de manera eficiente. Todo mundo espera sacar ventaja —como ocurre en el modelo mismo del dogma neoliberal—  aprovechar de manera particular lo aprobado. Los primeros: los políticos y los burócratas que han aplaudido como en los buenos viejos tiempos del extinto día del Señor Presidente, aunque las últimas evidencias parecen poner en duda su proclamada desaparición.

Más que las reformas mismas, lo que levanta sospechas es la manera priísta de hacer las cosas, tan institucionalizada en la sociedad mexicana que se ha extendido a todo el espectro político. Los proyectos de infraestructura ¿de verdad tienen objetivos de desarrollo o simplemente van a ser grandes negocios de sociedades entre políticos y empresarios? La historia no promueve el optimismo. Sobre todo cuando la joya de la corona se anuncia con un proyecto aprobado en la mayor opacidad. ¿De verdad en lo que se debe invertir para el nuevo aeropuerto es en el diseño de un arquitecto de relumbrón sospechosamente asociado con el yerno del plutócrata por antonomasia?

La reforma a la que no le apostó su prestigio y su fuerza política Peña fue a la de la rendición de cuentas, la que restringiría la utilización privada de los recursos públicos y mejoraría notablemente las consecuencias distributivas del ejercicio del poder. Por eso, lo racional es esperar nuevos negocios de alta rentabilidad en el corto plazo con gran derrama pero sólo para los políticos y los burócratas, con un crecimiento tal vez espectacular en breve tiempo pero destinado al frenazo y con externalidades nada despreciables a cuenta de toda la población. Perdón por el escepticismo entre tanta loa y fanfarria pero es que en bocas de mentirosos…

Fuente: Sin Embargo